Hace un momento me sentía yo el hombre más rico del mundo, mientras me tambaleaba bajo el peso considerable de un enorme tesoro apretado contra mi pecho. Ahora reposa a mi lado, en una estantería al alcance de la mano, y me dispongo a regodearme voluptuosamente con tanta riqueza. No se preocupen: sin remedio habré de compartirla con ustedes en estas páginas volanderas. Porque la fortuna que acabo de conseguir no disminuye al repartirse, sino que aumenta. A la espera de ser derrochada fructuosamente, cabe en dos copiosos volúmenes, el uno de lomo azul y el otro rojo: el Diccionario del español actual de Manuel Seco, Olimpia Andres y Gabino Ramos, recién editado por Aguilar.
¿Puede haber algo más enriquecedor que un buen diccionario? Los avaros consecuentes quisiéramos tenerlos todos, desde el filosófico Robert de los franceses o el insuperable Oxford inglés hasta nuestro entrañable y dignísimo Maria Moliner. ¡Ahi es nada, ser dueño de las palabras bien definidas, de la selva apasionante de todos los giros y expresiones, de las voces que vienen del alma, de la industria, de la contienda política o del juego erótico! No hay diccionario en que quepan todos los matices verbales porque crecen constantemente y se fecundan unos a otros de modo que nunca tendremos diccionarios suficientes y la concupiscencia del amable locuaz reclama siempre otro y otro más. ¡Bienaventurados los que consigan mejores diccionarios, porque ellos podrán llamar a todas las cosas por su propio nombre!
De cuanto precisamos para vivir, nada nos es ni de lejos tan necesario como las palabras. El fuego es útil cuando hace frío o está oscuro, la comida cuando tenemos hambre, las armas en caso de caza o guerra, el dinero para comerciar, la ropa para abrigarnos y darnos ocasión de lucimiento... Pero no hay momento de la vida, alegre o triste, plácido o feroz, en que podamos prescindir por completo de cualquier símbolo verbal. Incluso cuando guardamos silencio o estamos solos, las palabras siguen resonando dentro de nosotros: no sólo son el instrumento para comunicarnos con los otros sino sobre todo el medio de explicarnos la vida a nosotros mismos.
Por eso maravilla que tantos envidien los electrodomésticos o el automóvil de su vecino y se sientan desdichados porque carecen del último artilugio publicitado, mientras se conforman con seiscientas o setecientas palabras para tapizar su conciencia. ¡Con tan modestísimo bagaje pretenden dar cuenta y darse cuenta de cuanto anhelan, de cuanto padecen y de cuanto temen! Parece no importarles ser míseros en lo que más cuenta, con tal de poder tener llenas las alacenas y el garaje. Las palabras les resultan demasiado baratas como para hacerse cargo de que son verdaderamente preciosas.
Seguro que si costaran muchos dólares y sólo los potentados tuvieran recursos para permitirse las más bonitas, nadie sería más envidiado que los afortunados dueños de "translúcido"o"corazón"...
Por ahora, son de todos. Y es precisamente esta condición esencialmente democrática del idioma la que sustenta el método seguido por Manuel Seco y sus colaboradores en la composición de su admirable trabajo. Cada voz está ilustrada por una o más citas, tomadas en ocasiones de grandes escritores pero también de entrevistas con deportistas o financieros, revistas profesionales, hojas parroquiales y cualquier otro medio en el que se recoja la vitalidad verbal de la sociedad. Entre tanteos, errores y aciertos geniales, la lengua es algo que hacemos todos juntos desde hace mucho tiempo. Siempre esta en marcha, contra puristas y pedantes. Emerson señaló que cualquier lenguaje es poesía fósil; le falto añadir que es también el camino por el que se llega, jugosa y vivaz, a la poesía de mañana.
Fernando Savater
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