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miércoles, 16 de septiembre de 2015

LAS DIVERSAS TRADICIONES ESPIRITUALES


Los budistas creemos que somos responsables de la calidad de nuestra vida, de nuestra felicidad y de nuestros recursos. Para llegar a tener una vida con sentido debemos transformar nuestras emociones, porque esta es la manera más eficaz de generar felicidad en el futuro para nosotros mismos y para todos los demás.

Nadie nos puede obligar a transformar nuestra mente, ni siquiera el Buda. Debemos hacerlo voluntariamente. Por eso el Buda afirmó: «Tú eres tu propio maestro».

Nuestros esfuerzos deben ser realistas. Debemos constatar por nosotros mismos que los métodos que seguimos producirán los resultados deseados. No podemos solo depender de la fe. Es esencial que escudriñemos el camino que pretendemos seguir para establecer claramente qué es y qué no es eficaz, a fin de que los métodos de nuestros esfuerzos puedan tener éxito. Creo que esto es esencial si deseamos encontrar una felicidad auténtica en la vida.

Siento cierta vacilación al hablar de una tradición espiritual que puede no ser la del lector. Existen muchas religiones excelentes que, a lo largo de los siglos, han ayudado a sus seguidores a alcanzar paz mental y felicidad. No obstante, puede haber algunos aspectos del budismo que se podrían incorporar a la práctica espiritual de cada cual.

Sucede también que algunos de vosotros habéis dejado a un lado vuestra religión y estáis buscando respuestas en otro lugar a vuestras preguntas más profundas. Puede que sintáis una inclinación hacia las filosofías orientales, con su creencia en el karma y en las vidas pasadas. Algunos jóvenes tibetanos han rechazado de manera similar sus orígenes budistas, buscando solaz espiritual en el cristianismo y en el islam.

Por desgracia, muchos de quienes pertenecen a las diversas tradiciones del budismo, incluidos chinos, japoneses, tailandeses y ceilandeses, se consideran simplemente budistas sin conocer realmente el significado de la palabra del Buda. Nagarjuna, uno de los más notables estudiosos y practicantes del budismo, escribió muchas obras explicativas sobre el pensamiento y la práctica budistas que reflejan la necesidad de conocer bien la enseñanza del Buda. Para desarrollar nuestro entendimiento, debemos estudiar esas enseñanzas. Si la comprensión profunda no fuera tan crucial para nuestra práctica del budismo, dudo que los grandes estudiosos del pasado se hubieran molestado en escribir sus importantes tratados.

Han surgido muchas concepciones erróneas acerca del budismo, particularmente acerca del budismo tibetano, al que se describe a menudo como misterioso y esotérico, incluyendo la adoración de deidades coléricas y sedientas de sangre. Pienso que los tibetanos, con nuestra afición a las ceremonias recargadas y a los trajes complicados, somos en parte responsables de ello. Aunque gran parte del ritual de nuestra práctica nos ha llegado del propio Buda, seguramente somos culpables de algún embellecimiento. Tal vez el clima frío del Tibet ha sido una justificación para nuestros excesos en el vestir. Los lamas tibetanos —nuestros maestros— también son responsables de ideas falsas. Todo pueblecito tenía su propio monasterio, con una lama residente que presidía la sociedad local. Esta tradición ha llegado a identificarse, erróneamente, como lamaísmo, sugiriendo que la nuestra es una religión separada del budismo.

En este tiempo de globalización me parece particularmente importante que nos familiaricemos con las creencias de los demás. Las grandes ciudades de Occidente, con su aire multicultural, han llegado a ser verdaderos microcosmos de nuestro planeta. Todas las religiones del mundo viven aquí una al lado de otra. Para que exista armonía entre estas comunidades es esencial que cada uno de nosotros conozca las creencias de los otros.

Por qué existen filosofías tan diversas con tantas tradiciones espirituales basadas en ellas? Desde el punto de vista budista, reconocemos la gran diversidad de inclinaciones y tendencias mentales de los seres humanos. No solo todos los seres humanos somos muy diferentes unos de otros, sino que también nuestras tendencias —que los budistas consideramos que se heredan de las vidas pasadas— varían en una gran medida. Dada la diversidad que esto supone, es comprensible que encontremos un inmenso espectro de sistemas filosóficos y tradiciones espirituales. Son un importante patrimonio de la humanidad, que sirve a las necesidades humanas. Debemos apreciar el valor de la diversidad filosófica y espiritual.

Incluso dentro del ámbito de las enseñanzas del Buda Shakyamuni encontramos una diversidad de posturas filosóficas. Hay veces en las que el Buda plantea explícitamente que las partes físicas y mentales que nos constituyen a cada uno de nosotros puede compararse a la carga llevada por una persona, sugiriendo que la persona existe como un sí-mismo —un «yo»— autónomo que posee y gobierna «mis» partes. En otras enseñanzas, el Buda rechaza de forma absoluta cualquier existencia objetiva. Aceptamos la diversidad de las enseñanzas del Buda como un reflejo de su hábil capacidad para abordar la gran variedad de inclinaciones mentales de sus diversos seguidores.

Cuando examinamos las tradiciones espirituales que existen en el mundo, descubrimos que todas coinciden en la importancia de la práctica ética. Incluso los antiguos indios —nihilistas que negaban cualquier forma de vida después de la muerte— afirmaban que, puesto que esta es nuestra única vida, es importante conducirse en ella moralmente, disciplinando la mente y tratando de mejoramos a nosotros mismos.

Todas las tradiciones espirituales pretenden superar nuestro sufrimiento, tanto pasajero como a largo plazo, para alcanzar una felicidad duradera. Ninguna religión trata de hacernos más desdichados. Descubrimos que la compasión y la sabiduría son las cualidades fundamentales de Dios que se describen en las diversas tradiciones teístas. En ninguna tradición religiosa se concibe la divinidad como la encarnación del odio o la hostilidad. Esto es así porque la compasión y la sabiduría son cualidades que los seres humanos, de manera natural y espontánea, consideran virtuosas. Al intuir que estas cualidades son deseables, las proyectamos de forma natural sobre nuestras concepciones de lo divino.

Creo que si de verdad estamos consagrados a Dios, nuestro amor por Dios se expresará necesariamente en nuestra conducta diaria, sobre todo en la manera en que tratamos a los demás. Comportarse de otra manera haría que nuestro amor a Dios resultase inútil.

Cuando hablé, en un servicio conmemorativo interreligioso celebrado en la National Cathedral, en Washington D. C., en septiembre de 2003, para conmemorar a las víctimas de la tragedia vivida el 11 de septiembre de 2001, sentí que era importante expresar mi temor de que alguien pudiera considerar que el islam es una religión beligerante. Advertí de que eso sería una grave equivocación, porque, en su núcleo, el islam tiene los mismos valores éticos que todas las demás grandes tradiciones religiosas del mundo, con un énfasis particular en la bondad hacia los otros. Siempre me ha impresionado la atención especial que el islam ha prestado a la justicia social, especialmente su prohibición de la explotación financiera mediante los intereses, así como su prohibición de las sustancias tóxicas. Según mis amigos musulmanes, ningún practicante auténtico del islam puede justificar de ninguna manera el infligir daño a otro ser humano. Subrayan que quien hace daño a otro en nombre del islam no es un verdadero musulmán. Es importante asegurarse de no caer en la tentación de criticar al islam por las faltas de individuos que tan mal representan a una de las grandes religiones del mundo.

Me alienta el haber conocido a monjes y monjas cristianos consagrados, así como a rabinos judíos, que, aun permaneciendo profundamente fieles a su tradición religiosa, han adoptado algunas prácticas budistas que les parecían beneficiosas. Cuando el Buda Shakyamuni enseñó el budismo por primera vez, presentando al mundo una filosofía y una práctica espiritual nuevas, hace 2500 años, no dejó de incorporar elementos útiles que tenían su origen en otros lugares. Al hacerlo, incluyó muchas creencias y prácticas ya existentes, como la aceptación de las vidas pasadas y el cultivo de la concentración mental.

En nuestra indagación para conocer más sobre otras religiones y las ideas que sostienen, es importante permanecer fieles a nuestra propia fe. En mi opinión, es mucho más sabio y más seguro permanecer dentro de la propia tradición religiosa, pues con frecuencia nos emocionamos demasiado con un hallazgo nuevo, pero después nos sentimos insatisfechos. Existe el peligro de que enfoquemos nuestro interés inicial hacia el budismo con el entusiasmo de un novicio y posteriormente nos desencantemos. En mi primera visita a la India, en 1956, conocí a una monja budista europea que parecía especialmente entregada a la práctica de su recién adoptada religión. Cuando volví a la India como refugiado en 1959, pregunté por esa persona, y me dijeron que, aunque inicialmente se había mostrado muy ferviente en su práctica, al volver a su país natal se había vuelto muy crítica con el budismo.

Recuerdo también a una mujer polaca que se había hecho miembro de la Sociedad Teosófica en Madrás en los años 1940. Se mostró muy colaboradora con mis compañeros tibetanos a la hora de crear un sistema de educación para nuestros niños refugiados. Se interesó profundamente en el budismo y, en algún momento, pareció que se había hecho budista. Sin embargo, más tarde, cuando ya había cumplido ochenta años y se acercaba el momento crítico de su muerte, el concepto de un ser creador parecía consumirla, causándole mucha confusión. Por consiguiente, le aconsejé que pensara en Dios, que sintiera amor por Dios, y que rezara a su idea de Dios. Por esta razón subrayo la importancia de mantenemos dentro de nuestra propia tradición. Cambiar de religión sin analizar seriamente la que estamos adoptando no nos llevará a la felicidad que buscamos.

Extracto del libro:
Dalái Lama
La mente despierta
Cultivar la sabiduría en la vida cotidiana

miércoles, 22 de julio de 2015

EL DISTINTIVO DEL BUDISMO (Introducción)


El budismo se puede distinguir de otras tradiciones religiosas y escuelas filosóficas por cuatro «sellos». Estos son las marcas o características del budismo.

La primera de ellas es la afirmación de que todas las cosas condicionadas son impermanentes y transitorias. Esto es algo que conocemos íntimamente cuando observamos nuestro propio proceso de envejecimiento. También podemos ver reflejos de impermanencia en el mundo físico que nos rodea, pues cambia de día en día, de estación en estación y de año en año.

La impermanencia no se limita al desgaste y desintegración final de las cosas; puede ser más sutil. Las cosas existen solo de manera momentánea, siendo cada momento de su existencia la causa del siguiente, que, a su vez, es causa entonces del siguiente. Tomemos por ejemplo una manzana. El primer día, o el segundo, puede seguir teniendo una apariencia y un estado de maduración muy similar al de la manzana tal como la consideramos inicialmente. Sin embargo, con el paso del tiempo, irá madurando más y más, y al final se pudrirá. Si dejamos pasar el tiempo suficiente, se desintegrará y se convertirá en algo que ya no identificamos con una manzana. Finalmente, cuando se haya descompuesto por completo, no habrá manzana en absoluto. Esta es una manifestación del aspecto más vulgar de la impermanencia.

En un nivel más sutil, la manzana cambia de un momento a otro, y cada momento es la causa del siguiente. Cuando reconocemos esta naturaleza momentánea de la manzana, se vuelve difícil afirmar que existe una manzana subyacente que es poseedora de esos momentos de su existencia.

Esta cualidad transitoria es también una característica de nosotros mismos. Existimos momentáneamente, cada momento de nuestra existencia es causa del siguiente, que luego es, a su vez, causa del siguiente, proceso que continúa día tras día, mes tras mes, año tras año, y, tal vez, incluso vida tras vida.

Esto es cierto también de nuestro entorno. Incluso los objetos más aparentemente concretos y duraderos que nos rodean, como las montañas y los valles, cambian con el paso del tiempo —a lo largo de millones de años— y al final desaparecerán. Esa transformación enorme solo es posible debido al proceso de cambio constante que se desarrolla momento a momento. Si no se produjeran tales cambios momentáneos, no podría haber grandes cambios en un período dilatado de tiempo.

Dharmakirti, el lógico budista del siglo VII, afirmaba que «todos los fenómenos que surgen de causas y condiciones son por naturaleza impermanentes». Esto sugiere que todo lo que ha nacido debido a la agregación de diversas causas y condiciones está, por su propia naturaleza, sometido al cambio. ¿Qué es lo que produce este cambio? Los budistas sostenemos que las mismas causas que hacen que algo aparezca en la existencia son las responsables de su evolución. Por lo tanto, decimos que las cosas están bajo el poder de otras causas y condiciones: son dependientes.

Algunos pensadores budistas aceptan que la impermanencia de nuestra manzana se debe meramente a que viene a la existencia, perdura y luego se descompone, dejando al final de existir por completo. La mayoría de los budistas comprenden que la impermanencia de la manzana es su naturaleza momentánea: su existencia momento a momento a momento…, con cada momento de nuestra manzana terminando cuando el momento siguiente comienza. Considerarían que las mismas causas y condiciones que hacen que surja nuestra manzana la semilla que se transformó en el árbol del que cogimos nuestra manzana, la tierra en la que creció el árbol, la lluvia que lo regó, el sol y el fertilizante que nutrió el desarrollo de la semilla para que se convirtiera en árbol— son las causas y condiciones que producen la desintegración de nuestra manzana, no siendo necesaria ninguna otra causa.

¿Cuáles son las causas y condiciones de nuestra existencia individual, de la vuestra y de la mía? Nuestro momento de existencia presente está causado por su momento inmediatamente precedente, remontándose así hasta el momento de nuestro nacimiento, y más atrás, a través de los nueve meses en el vientre de nuestra madre, hasta el momento de la concepción. Es en la concepción donde se origina nuestro cuerpo físico por la unión del semen de nuestro padre y el óvulo de nuestra madre. Es también en la concepción donde, según el budismo, nuestro aspecto mental o conciencia —no el ser físico— es causado por el momento previo de esa conciencia, la corriente de momentos que se retrotrae, a través de las experiencias entre las vidas, a nuestra vida pasada y a la vida anterior a esa, y a la anterior…, y así sucesivamente hasta las vidas infinitas.

Se dice que la causa raíz de nuestra existencia no iluminada en este ciclo de renacimientos —samsara en sánscrito— es nuestra ignorancia fundamental: nuestra actitud de aferramos a la sensación del sí-mismo. A través de este libro exploraremos las opiniones de diferentes budistas sobre esta actitud ignorante de aferrarse al sí-mismo. Es un tema esencial, porque el budismo interpreta que su supresión es el camino a la paz y felicidad verdaderas.

También debemos identificar inicialmente las causas y condiciones que dan forma a nuestra existencia ignorante en el samsara. Estas son las actitudes mentales aflictivas como el deseo, la aversión, el orgullo y los celos. Son aflictivas porque nos producen infelicidad.

Nuestro deseo hace que anhelemos más y que estemos siempre insatisfechos con lo que tenemos. Posteriormente renacemos en situación de necesidad e insatisfacción. La aversión disminuye nuestra paciencia y aumenta la tendencia a la ira. De forma semejante, todas nuestras aflicciones —el orgullo, los celos— socavan nuestra paz mental y hacen que seamos desgraciados.

Esas aflicciones mentales han dominado nuestras acciones durante infinitas vidas pasadas. Por consiguiente, nuestra existencia condicionada se describe como una realidad contaminada en la que nuestros pensamientos están contaminados por las emociones. En la medida en que estamos bajo la influencia de esas emociones, no tenemos control sobre nosotros mismos; no somos verdaderamente libres. Debido a ello, nuestra existencia es fundamentalmente insatisfactoria y posee la naturaleza del sufrimiento.

Poco después de alcanzar la iluminación, el Buda Shakyamuni impartió su enseñanza sobre el sufrimiento. Consideró el sufrimiento dividido en tres niveles. El primer nivel del sufrimiento, el más inmediatamente evidente, es el dolor mental y físico. El segundo, más sutil, es aquel creado no por sensaciones dolorosas, sino por sensaciones agradables. ¿Por qué el placer causa sufrimiento? Porque siempre termina por cesar, dejándonos con el anhelo de más placer. Pero el nivel más importante es el tercero, una forma de sufrimiento que impregna el conjunto de nuestra vida. Es a este último al que se refiere la segunda característica que define al budismo: todos los fenómenos contaminados —es decir, todo lo que existe— están vinculados a la naturaleza del sufrimiento.

La tercera de las cuatro características o sellos del budismo es que todos los fenómenos están desprovistos de egoidad o mismidad. A lo largo de este libro descubriremos lo que se quiere decir con «mismidad» y con carencia de ella.

Repasemos estas tres primeras características: todas las cosas compuestas, sean aire, piedra o criaturas vivas, son impermanentes, están en la naturaleza del sufrimiento, y todos los fenómenos están desprovistos de mismidad. Nuestra ignorancia de esta naturaleza sin mismidad de todo lo que existe es la causa fundamental de nuestra existencia ignorante. Afortunadamente, se debe a esta naturaleza sin mismidad el hecho de que tenga.

La fuerza de la sabiduría, cultivada poco a poco, nos permite hacer disminuir y finalmente eliminar nuestra ignorancia fundamental que se agarra a la sensación del sí-mismo. El cultivo de la sabiduría producirá un estado más allá del pesar: nirvana. La cuarta característica del budismo es que el nirvana es la verdadera paz.

Así pues, la raíz de nuestra infelicidad es la idea falsamente sostenida de que poseemos alguna realidad sustancial verdadera o perdurable. Pero, dice el budismo, hay una salida a este dilema. Está en reconocer nuestra identidad verdadera: la que yace por debajo de nuestras concepciones, falsamente sostenidas, de un sí-mismo personal perdurable.

Nuestra mente es esencialmente pura y luminosa. Los pensamientos y emociones aflictivos que contaminan nuestro sí-mismo superficial, cotidiano, no pueden afectar a esa mente esencial. Al ser adventicias o accidentales, esas contaminaciones son eliminables. La práctica budista apunta principalmente a cultivar los antídotos para esos pensamientos y emociones aflictivos, con el objetivo de erradicar la raíz de nuestra existencia ignorante a fin de producir así la liberación del sufrimiento.

La técnica que empleamos para hacer esto es la meditación. Por supuesto, hay varias formas de meditación, y la práctica de muchas de ellas está ahora ampliamente difundida. La forma de meditación en la que nos centramos en este libro difiere, sin embargo, de algunos de esos métodos en que no es solo un ejercicio para calmar la mente. Es esencial el estudio diligente y la contemplación. Familiarizamos nuestra mente con ideas nuevas, como las que exploramos en este libro, analizándolas lógicamente, ampliando nuestra comprensión y profundizando nuestro discernimiento. Llamamos a esto meditación analítica. Es la forma de meditación que se debe aplicar al contenido de este libro si queremos producir un cambio verdadero en nuestra percepción de nosotros mismos y de nuestro mundo.


Extracto del libro:
Dalái Lama
La mente despierta
Cultivar la sabiduría en la vida cotidiana