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martes, 9 de enero de 2018

EL HOMBRE QUE FUE A PEDIR SU PARTE A DIOS







Un hombre muy desgraciado se preguntaba un día qué habría hecho Dios, justo y bueno, con su parte de felicidad, y resolvió que Lo iría a ver y Se la reclamaría. Dicho y hecho, se puso en camino. 





Llegado a un pueblecillo, pidió hospitalidad en nombre de Dios a una mujer, que le dijo que su marido había matado ya a noventa y nueve personas, y que él corría el peligro de convertirse en la centésima víctima. De todas formas, ocultó al viajero en un cobertizo fuera de la casa, tras haberle dado de comer. 





Una vez vuelto su esposo, le contó la mujer lo que había pasado, pero le suplicó que no matase a aquel viajero que había partido para reclamar a Dios su parte. El marido lo prometió, hizo que le trajera al viajero a su casa y lo trató con generosidad durante tres días, después de lo cual le encargó decirle al Señor que, si bien había matado noventa y nueve hombres, a él no le había hecho daño alguno, y que imploraba Su perdón. El viajero aceptó dar aquel recado. 





Después llegó a un bosque donde había un ermitaño que vivía en penitencia y a quien, cada noche, mandaba Dios alimento milagrosamente. 





El ermitaño invitó al viajero a compartir la cena, que aquella noche resultó estar compuesta de dos platos, enviados, como siempre, por el Cielo. Como uno de los platos era más refinado que el otro, lo comió el ermitaño, dejando el menos bueno para su huésped. Cuando éste le dejó, a la mañana siguiente, el ermitaño le encargó que le preguntara a Dios qué lugar le reservaba en el más allá después de la muerte. 





El viajero llegó luego a un desierto en el que distinguió a un hombre de delgadez esquelética, completamente desnudo, que se escondía en un agujero cavado en la arena. Le preguntó al peregrino cuál era su destino y, enterado, le pidió que le dijese a Dios que aquel que no tenía para cubrirse otra cosa que arena le enviaba decir que estaba dispuesto a aceptar una desgracia más, proclamando, esto, con aire desafiante. 





Finalmente, el viajero terminó por encontrarse a un ángel que le preguntó a dónde iba, y que le informó que a él había encargado Dios dar a cada hombre lo suyo. El se encargaría de pedir las respuestas. El hombre respondió que había venido a pedir su parte, pues no había recibido nada en este mundo. En cuanto a aquellos que había encontrado, uno era un hombre que, habiendo matado a noventa y nueve, le había dado hospitalidad y solicitaba el perdón de Dios. El segundo era el ermitaño. El tercero el solitario que vivía en un agujero del Sáhara. 





El ángel partió como un rayo y volvió con las respuestas: 





«El que mató pero te ha alimentado y se arrepiente está perdonado. Al ermitaño, que tomó para sí los mejores trozos, no le sirven de nada sus mortificaciones anteriores. En cuanto al que desafía a Dios a que le envíe una desgracia más, tú mismo podrás juzgar. A ti, por último, Dios te concederá tu parte». 





A su vuelta, el viajero vio al hombre desnudo en su agujero: ya ni arena tenía para vestirse. 





Transmitió las respuestas celestiales al ermitaño y al asesino, volvió a su casa, y a partir de entonces fue feliz. 





«Dios, a quien no gustan ni la rebelión ni la presunción, es por excelencia El que perdona y ama, y sólo Él puede dar la felicidad o la desdicha». 





(Con arreglo a: E. Dermenghem, Contes Kabyles)









Tomado del libro:


Eva de Vitray Meyerovithc 


75 cuentos sufíes


EL HOMBRE QUE FUE A PEDIR SU PARTE A DIOS


Un hombre muy desgraciado se preguntaba un día qué habría hecho Dios, justo y bueno, con su parte de felicidad, y resolvió que Lo iría a ver y Se la reclamaría. Dicho y hecho, se puso en camino. 

Llegado a un pueblecillo, pidió hospitalidad en nombre de Dios a una mujer, que le dijo que su marido había matado ya a noventa y nueve personas, y que él corría el peligro de convertirse en la centésima víctima. De todas formas, ocultó al viajero en un cobertizo fuera de la casa, tras haberle dado de comer. 

Una vez vuelto su esposo, le contó la mujer lo que había pasado, pero le suplicó que no matase a aquel viajero que había partido para reclamar a Dios su parte. El marido lo prometió, hizo que le trajera al viajero a su casa y lo trató con generosidad durante tres días, después de lo cual le encargó decirle al Señor que, si bien había matado noventa y nueve hombres, a él no le había hecho daño alguno, y que imploraba Su perdón. El viajero aceptó dar aquel recado. 

Después llegó a un bosque donde había un ermitaño que vivía en penitencia y a quien, cada noche, mandaba Dios alimento milagrosamente. 

El ermitaño invitó al viajero a compartir la cena, que aquella noche resultó estar compuesta de dos platos, enviados, como siempre, por el Cielo. Como uno de los platos era más refinado que el otro, lo comió el ermitaño, dejando el menos bueno para su huésped. Cuando éste le dejó, a la mañana siguiente, el ermitaño le encargó que le preguntara a Dios qué lugar le reservaba en el más allá después de la muerte. 

El viajero llegó luego a un desierto en el que distinguió a un hombre de delgadez esquelética, completamente desnudo, que se escondía en un agujero cavado en la arena. Le preguntó al peregrino cuál era su destino y, enterado, le pidió que le dijese a Dios que aquel que no tenía para cubrirse otra cosa que arena le enviaba decir que estaba dispuesto a aceptar una desgracia más, proclamando, esto, con aire desafiante. 

Finalmente, el viajero terminó por encontrarse a un ángel que le preguntó a dónde iba, y que le informó que a él había encargado Dios dar a cada hombre lo suyo. El se encargaría de pedir las respuestas. El hombre respondió que había venido a pedir su parte, pues no había recibido nada en este mundo. En cuanto a aquellos que había encontrado, uno era un hombre que, habiendo matado a noventa y nueve, le había dado hospitalidad y solicitaba el perdón de Dios. El segundo era el ermitaño. El tercero el solitario que vivía en un agujero del Sáhara. 

El ángel partió como un rayo y volvió con las respuestas: 

«El que mató pero te ha alimentado y se arrepiente está perdonado. Al ermitaño, que tomó para sí los mejores trozos, no le sirven de nada sus mortificaciones anteriores. En cuanto al que desafía a Dios a que le envíe una desgracia más, tú mismo podrás juzgar. A ti, por último, Dios te concederá tu parte». 

A su vuelta, el viajero vio al hombre desnudo en su agujero: ya ni arena tenía para vestirse. 

Transmitió las respuestas celestiales al ermitaño y al asesino, volvió a su casa, y a partir de entonces fue feliz. 

«Dios, a quien no gustan ni la rebelión ni la presunción, es por excelencia El que perdona y ama, y sólo Él puede dar la felicidad o la desdicha». 

(Con arreglo a: E. Dermenghem, Contes Kabyles)


Tomado del libro:
Eva de Vitray Meyerovithc 
75 cuentos sufíes

lunes, 21 de marzo de 2016

LA VACA EN LA ISLA VERDE


En el mundo hay una isla verde en la que vive sola una vaca.

Hasta que cae la noche, se alimenta de la rica vegetación que allí crece, de manera que se pone grande y gorda. Pero, durante la noche, se queda más flaca que un alambre a causa de su inquietud, pues se pregunta sin parar: «¿Qué voy a comer mañana?».

Cuando rompe el día, los campos verdean: las hojas verdes y los cereales alcanzan la altura de un hombre.

La vaca se echa encima con hambre canina; hasta la noche, se alimenta de aquella vegetación y la devora por completo.

De nuevo se pone corpulenta, gorda y fuerte.

Luego, llegada la noche, es víctima del pánico y presa de una febril inquietud, de suerte que, por miedo a no tener forraje, enflaquece pensando: «¿ Qué voy a tener mañana para comer?».

Así se comporta aquella vaca desde hace muchos años. 

Nunca se dice: «Durante todo este tiempo, me he alimentado de este prado y de este pasto; mi subsistencia no me ha faltado un sólo día; ¿a qué, pues, este temor y esta angustia que roe queman las entrañas?», Pues no, cuando cae la noche, la vaca gorda se vuelve flaca pensando: «¡Ay! ¡ya no tengo nada para comer!».

La vaca es el alma carnal, y el campo es el mundo en el que el alma carnal se carcome de miedo por el pan cotidiano, diciéndose: «Me pregunto qué voy a comer en el futuro: ¿dónde encontraré alimento mañana?».

Durante años has comido, nunca has estado privado de alimento: deja tranquilo el futuro, considera el pasado. 

Acuérdate de lo que has tenido ya; no pienses en lo que va a ocurrir, y no te aflijas.

(Rumí, Mathnawi, V, 2855 ss.)

Tomado del libro:
EVA DE VITRAY MEYEROVITCH 
75 CUENTOS SUFIES

lunes, 14 de marzo de 2016

LOS TRES CONSEJOS


Un hombre cogió un pájaro por medio de un cepo; el pájaro le dijo: «Noble señor, has comido muchos bueyes y corderos, has sacrificado innumerables camellos, y nunca has quedado saciado: tampoco lo vas a quedar conmigo. 

Déjame ir, que pueda darte tres consejos, a fin de que veas si soy sabio o estúpido. 

El primer consejo te lo diré posado en tu mano, el segundo en tu tejado, y el tercero en un árbol. 

Déjame partir, pues estos tres consejos te traerán la prosperidad. 

El primero, que ha de decirse en tu mano es este: «No creas un absurdo cuando se lo oyes a alguien». 

Cuando el pájaro hubo enunciado el primer consejo en la palma de la mano, fue liberado y fue a posarse en el muro de la casa y dijo: 

«El segundo consejo es: "No te aflijas por lo que ha pasado; cuando ha pasado y no sientas pesar"».
 

Después de lo cual, le dijo: «En mi cuerpo hay escondida una enorme y preciosa perla, de diez dirhams de peso. 

Tan cierto como que estás vivo, esta joya era tu fortuna y la suerte de tus hijos. 

Se te ha escapado esta perla, pues no estaba en tu destino el adquirirla, esta perla que no tiene igual en este mundo». 

El hombre, como una mujer que gime cuando pare, se puso a dar gritos. 

El pájaro le dijo: «No te había aconsejado: "No te aflijas por lo que ha pasado?». 

Puesto que es algo pasado y terminado, ¿por qué te apesadumbras? O bien no has comprendido mi consejo, o eres sordo.

En cuanto al primer consejo que te he dado, o sea, «No creas una afirmación absurda».

Oh, buen hombre, yo mismo no peso diez dirhams ¿cómo puede haber dentro de mí un peso de diez dirhams?

Se recobró el hombre y dijo: «Oye, dime ahora el tercer consejo excelente».

«[Buenol, dijo el pájaro, ¡has hecho tan buen uso de los otros dos consejos que no veo por qué habría de darte el tercer consejo en vano!».

Dar un consejo a un ignorante obtuso es sembrar en terreno baldío.

(Rúmi, Mathnawi, IV, 2245 ss.)

Tomado del libro:
EVA DE VITRAY MEYEROVITCH 
75 CUENTOS SUFIES