Los geólogos andaban persiguiendo los restos de una pequeña mina de cobre que se había llamado Cortadera, que había sido y ya no era, y que no estaba en el mapa ni en ninguno de los lugares donde ellos la buscaban.
En el pueblo de Cerrillos, alguien les dijo:
—Eso, nadie sabe. El viejo Honorio, quién sabe si sabe.
Don Honorio, vencido por el vino y los achaques, los recibió echado en el catre. Les costó convencerlo. Al cabo de unas cuantas horas y tragos y cigarrillos y dinero, que sí, que no, que ya veremos, aceptó acompañarlos al día siguiente.
Agobiado emprendió la marcha don Honorio, a tropezones, y a duras penas trepó las primeras lomas y atravesó el río seco. Pero a medida que iba recorriendo huellas, viajando a lo largo de la quebrada y a lo largo del tiempo, se le fue afirmando el paso. Poquito a poco, el cuerpo doblado se le enderezó.
—¡Por ahí! ¡Por ahí! —señalaba el rumbo y se le alborotaba la voz cuando iba reconociendo sus lugares perdidos.
Se había echado a andar en silencio, a la cola de todos, pero al cabo de un día entero de caminata, don Honorio era el más conversador, y bajó al valle a la cabeza de los jóvenes exhaustos.
Durmió de cara a las estrellas, fue el primero en despertar. Estaba apurado por llegar a la mina, y no se desvió ni se distrajo.
—Ese es el trillo de la excavadora —señaló. Y, sin la menor vacilación, ubicó las bocas de los socavones y los lugares donde habían estado las mejores vetas, la chatarra que había sido máquina, las ruinas de barro que habían sido casas, los secarrales que habían sido vertientes de agua. Ante cada sitio, ante cada cosa, don Honorio contaba una historia, y cada historia estaba llena de gente y de risa.
Cuando emprendieron el regreso, ya don Honorio estaba siendo bastante menor que sus nietos.
Tomado de:
Cuentos de Galeano en la Jornada
Eduardo Galeano
Fotografía de internet
Cuentos de Galeano en la Jornada
Eduardo Galeano
Fotografía de internet