En el viejo Japón, el monje peregrino divulgaba de provincia en provincia, de aldea en aldea, los cuentos edificantes, venidos de la India fabulosa o de la lejana China. El santo varón se instalaba en la oscura sala. Unas brasas despedían su fulgor rojizo en el hogar; a su alrededor los campesinos formaban un círculo, y él comenzaba con el ritual familiar:
ESTO ES LO QUE OÍ:
Un hombre, que tenía mujer e hijos, se iba a trabajar al campo. Llevaba en el hombro un binador (cavador) y su ropa era la de un campesino. Por el camino una mujer joven y muy gentil le detuvo:
-Cásate conmigo -le dijo-. Lo quiero, y nadie podrá impedírmelo.
Después de vacilar un poco, el hombre, subyugado por su gran belleza, aceptó. La hermosa mujer le dijo:
-Quiero mostrarte mi casa y presentarte a mi padre.
-¡Entra en el mar! -dijo la mujer.
El hombre se echó atrás, asustado. Pero ella le dijo:
-Nos cogeremos del brazo, no tienes que temer nada.
Se sumergieron en el agua, recorrieron un largo camino y llegaron finalmente ante un palacio magnífico. La bella mujer presentó el hombre a su padre, que era el dios del mar.
-Este es el marido que he encontrado.
-Sé mi yerno a partir de ahora --consintió el dios. Y así se hizo.
***
Sin embargo, el hombre continuó aparentemente llevando su vida habitual. Vivía con su mujer y sus hijos. Pero cuando partía por la mañana, con el binador al hombro, en vez de irse a trabajar al campo, se dirigía a la playa y descendía al maravilloso palacio del mar. Las cosas siguieron así durante un tiempo. Un día, la mujer empezó a sospechar. Siguió a su marido. Lo vio entrar en el mar, lo siguió a su vez y se aventuró en el palacio del fondo del agua. Los guardianes la sorprendieron. Se disponían a arrojarla como pasto de los peces hambrientos cuando el marido intervino:
-Es mi mujer de la tierra -dijo-, la madre de mis hijos. Voy a llevarla a casa.
Al llegar a su casa, el hombre explicó a su esposa:
-Me he casado con la hija del dios del mar. Nuestro hijo mayor ya tiene edad para reemplazarme en los campos. En cuanto a mí, tengo que dejaros, en lo sucesivo ya no pertenezco a este mundo.
***
-Cada uno de nosotros --concluyó el monje peregrino- es en verdad un dios en el palacio del mar. Esto es lo que quiere decir este cuento. Por hoy no vais a escuchar más.
Extraído de:
La Grulla Cenicienta
Los más bellos cuentos zen
Henry Brunel