Almir D'Avila lleva más de cuarenta años en el manicomio de San Pablo. Entró de niño, lo declararon demente y nunca más salió. Nunca nadie le ha escrito una carta, ni ha sido nunca visitado por nadie. Aunque pudiera irse, no tiene adónde; aunque quisiera hablar, no tiene con quién. Pasa sus días deambulando en círculos, con una radio de pila pegada a la oreja, y en su camino se cruza siempre con los mismos hombres que deambulan en círculos con una radio de pila pegada a la oreja.
Una tarde de domingo, uno de los médicos del manicomio llevó a algunos pacientes a visitar la exposición de Joan Miró. Almir se puso su traje único, muy gastadito pero bien planchado bajo el colchón, se metió hasta los ojos su sombrero de almirante de la flota imperial y marchó a la exposición apretando contra el pecho, como siempre, la bolsa llena de piedritas que él usa para pagar favores.
Y vio. Vio los colores que estallaban, el tomate que tenía bigotes y el tenedor que bailaba, el pájaro que era mujer desnuda, los muchos ojos que volaban en cada cielo y las estrellas muchas que cada cara escondía.
Anduvo de cuadro en cuadro con el ceño fruncido. Era evidente que Miró lo había defraudado, pero el médico quiso conocer su opinión:
—Demasiada —dijo Almir.
—¿Demasiada qué?.
—Demasiada locura.
Y Almir se atornilló la cabeza con un dedo.
Tomado de:
Cuentos de Galeano en la Jornada
Eduardo Galeano
Fotografía de internet