sábado, 21 de julio de 2018

EL LECTOR


En uno de sus cuentos, Osvaldo Soriano imaginó un partido de futbol en algún pueblito perdido de la Patagonia. Al Barda del Medio, el equipo local, nunca nadie le había metido un gol en su cancha. Semejante agravio estaba prohibido, bajo pena de cárcel o de horca. En el cuento, el equipo visitante evitaba la tentación durante todo el partido; pero al final, en una de las pifias de la defensa del Barda, el delantero centro quedaba solo frente al arquero y no tenía más remedio que pasarle la pelota entre las piernas. 

Treinta y tres años después, cuando Osvaldo llegó al aeropuerto de Neuquén, un desconocido lo estrujó en un abrazo y lo alzó con valija y todo: 

—¡Gol, no! ¡Golazo! —gritó—. ¡Te estoy viendo! ¡A lo Pelé lo festejaste! —y cayó de rodillas, elevando los brazos al cielo. Después se cubrió la cabeza: 

—¡Qué manera de llover piedras! ¡Qué biaba nos dieron! Osvaldo, boquiabierto, escuchaba con la valija en la mano. 

—¡Se te vinieron encima! ¡Eran un pueblo! —gritó el entusiasta. Y entonces se hinchó como un sapo, señaló a Osvaldo con el pulgar y dijo a los curiosos que se habían acercado: 

—A éste yo le salvé la vida. 

Por primera vez se estaba llenando de gente aquel partido que Osvaldo había jugado a solas, una lejana madrugada, sin más compañía que una máquina de escribir, un cenicero lleno de puchos y un par de gatos dormilones.


Tomado de:
Cuentos de Galeano en la Jornada
Eduardo Galeano
Fotografía de internet