Aunque las fragilidades psicológicas masculinas podrían llenar varios tomos de una enciclopedia (ellas irán apareciendo a lo largo del presente texto), aquí sólo señalaré tres miedos básicos, por lo general encubiertos por el ego, comunes a casi todas las culturas, altamente dañinos y mortificantes para aquellos varones que aún se empecinan en ser duros, intrépidos y osados.
Éstos son: 1) el miedo al miedo, 2) el miedo a estar afectivamente solo y 3) el miedo al fracaso.
Veamos cada uno en detalle.
3. El miedo al fracaso
Para cualquier varón normal educado en este planeta, la competencia forma parte de su itinerario cotidiano. Ya sea como desafío y reto, o como idoneidad y suficiencia, el hombre típico se halla atrapado entre estos significados básicos de "poder", que definen una buena parte de su existencia.
El valor de la dominancia es un principio rector que ha acompañado al sexo masculino durante toda la evolución. La sentencia es indiscutible: cuanto más poderoso sea un macho, más privilegios tendrá para la supervivencia personal. El dominio sobre los demás miembros garantiza, entre otras prerrogativas, la alimentación, el respeto y un harén considerable de hembras que envidiaría cualquier sultán. Además, quien ostenta el poder también genera un sentido de protección y seguridad en sus subalternos y en el grupo de referencia inmediato. Por tal razón, el dominador suele ser el más apetecido y deseado, tanto por un sexo como por el otro.
La atracción positiva que el prestigio del macho produce en las hembras es un factor que se repite constantemente en el mundo animal, y no sólo en las especies más avanzadas como los primates, sino también en los niveles más inferiores de la escala zoológica. En una investigación realizada con hamsters sirios a finales de los años ochenta y publicada por Hormones and Beliavior, los investigadores compararon qué tanto influía el nivel de dominancia jerárquica de los machos en la elección que las hembras hacían a la hora de copular. Cuando las inquietas ratonas tenían que decidir entra ratones "subordinados" o ratones "dominantes", no dudaban mucho: todas elegían sin pestañear al de más poderío, es decir, al que obedecían los otros, al "macho de la tropa". Lo interesante era que las hembras no tenían forma de saber cuál era cuál a simple vista. Como los ratones permanecían atados, no tenían manera de hacer alarde de nada. No había manera de mostrar los arrebatos agresivos territoriales que caracterizan al macho alfa, como morder o reducir físicamente a los competidores. No obstante, pese al aparente vacío informacional que rodeaba la situación, todas las participantes, sin pudor de ningún tipo, decidieron copular con el mandamás.
¿Cómo sabían quién era quién? Muy sencillo y complejo a la vez: un indicador hormonal de encumbramiento y potestad, patrocinado por la naturaleza, guiaba el olfato de las pequeñas ratoncitas hacia el ratón de sus sueños. Los machos dominantes emanaban una feromona específica que no poseían los subordinados. Vale la pena resaltar que las diminutas hembras sirias no tenían un pelo de tontas; además de las reconocidas ventajas de estar con el "dueño del balón", existía una diferencia fundamental en la potencia reproductora: mientras los ratones dominantes mostraban cuarenta penetraciones en media hora, los subordinados sólo alcanzaban un deprimente promedio de dos. Esta pronunciada preferencia femenina por los machos de rango superior ocurre desde la langosta y los escarabajos hasta los chimpacés, pasando por el ganado y los ciervos. Un apoyo filogenético a la famosa aseveración de Kissinger: "El poder es el mayor de los afrodisiacos".
En los humanos, la relación dominancia masculinaatracción femenina también parece estar presente, aunque de una manera más refinada. Algunas encuestas (véase Gallup, 1993) arrojan datos en verdad preocupantes para los hombres que quieren sacudirse el papel de abastecedores. En los Estados Unidos (paradójicamente, cuna del movimiento de liberación femenina), la mitad de las mujeres prefieren que el hombre siga haciéndose cargo de las funciones de mando, tanto a nivel laboral como en casa. Ser proveedor no es la vocación más sentida por la mitad de las mujeres.
Día a día, la compulsiva necesidad de escalar nos impulsa una y otra vez. Necesitamos ser exitosos, como la mujer necesita ser bella para poder competir. Un hombre "mantenido" es mucho más horrible que una mujer muy fea. Un varón poco ambicioso y sin "espíritu de progreso", es definitivamente insulso. Cuando por falta de ambición en el varón, la mujer se ve obligada a asumir el liderato económico, las consecuencias afectivas para la pareja pueden ser mortales. Una estocada directa al corazón. La autoestima del varón entra a tambalear y la admiración, uno de los principales motores donde se fundamenta el amor femenino, deja de funcionar; cuando esto ocurre, el desplome sólo es cuestión de tiempo. Convivir con un alcohólico es aterrador, ni qué hablar con un mujeriego crónico, pero con un hombre que sea"poquito", es imposible.
Para los machistas, el alegato inverso es igualmente válido: "Convivir con una mujer cantaletosa, ineficiente y frígida es doloroso, pero con una mujer que ejerza con éxito su profesión y que sea económicamente independiente, es tortuoso". Por donde se mire, el mandato cultural del varón es claro y sofocante: "Tu esencia se medirá por el rasero de tus propios logros".
A.G. era una mujer de 36 años, madre de dos hijos y casada en segundas nupcias desde hacía un año. El nuevo esposo llegó desde otra ciudad para vivir con ella y buscar empleo, con tan mala suerte que el estado de recesión en que se encontraba el país lo mantuvo fuera de toda actividad. A.G. se mostró tolerante con la situación, hasta que los ahorros del marido se acabaron y tuvo que hacerse cargo de él.
Después de dos y medio años de noviazgo encantador, donde la comprensión había sido el factor aglutinante de ambos, un estilo agresivo e irrespetuoso estaba empezando a imponerse en ella. A. G. había agotado su paciencia e incrementado su prevención:"<-) sé que no es su culpa, pero me siento explotada... Lo veo en casa sin hacer nada, sentado como un mantenido... ¡Imagínese, el otro día se despertó a la diez!... Estaba mejor sola... Hubiese preferido un borracho a un vago". Cuando yo le hacía ver que en realidad no se trataba de un vago, sino de un desocupado, ella se arrepentía y entraba en razón. Su esposo era un buen hombre, consciente de la situación, que sufría tanto o más que ella.
A.G. mostraba un trato cada día más displicente, plagado de indirectas y malestar que hacían el clima de vida intolerante. Lo que llamaba la atención era que los ingresos de ella alcanzaban perfectamente para ambos. Pero tener un hombre en casa era incomprensible para mi paciente. Desde su separación, había sido una luchadora infatigable y se había hecho cargo de la responsabilidad económica de sus hijos, pero ahora no era capaz. El deterioro de la relación fue tal, que él estuvo a punto de volver a su tierra.
Pero cuando la cosa estaba precisamente al rojo vivo, la diosa fortuna les sonrió y el hombre, con diez kilos menos de hacer fuerza, consiguió un puesto aceptable. A partir de ese momento, la relación mejoró como por arte de magia. Al cabo de unos meses, debido a un problema menor con uno de sus hijos, regresaron a mi consulta y manifestaron estar como en los viejos tiempos. Todo marchaba sobre ruedas.
Se los veía alegres y en paz. Cuando me quedé a solas con él un instante, me confesó en voz baja: "Casi no salimos de ésta... Aprendí que no puedo quedarme sin trabajo.. .Voy a cuidar el que tengo, si no me lleva el diablo... La verdad, tengo miedo...". Su aparente tranquilidad no era tal. Solamente atiné a susurrar un escueto "Sí.. claro...", tratando de disimular un sentimiento de pesimismo y bastante consideración. No me hubiese gustado estar en sus zapatos. Aunque nunca volví a saber de ellos, sé a ciencia cierta que san una pareja vulnerable. Mientras las condiciones laborales, económicas y emprendedoras de su esposo funcionen adecuadamente, A. G. será siempre una flamante y comprensiva mujer, pero si la fatalidad económica volviera a rondar su hogar, no resistirá demasiado, y él lo sabe. fue el presupuesto familiar se altere por la situación del país, vaya y pase, pero que el vínculo afectivo también dependa de ello, no es fácil de aceptar. Demasiado externalista y azaroso para mi gusto.
Si consideramos los beneficios y las recompensas potenciales que produce el prestigio, no es de extrañar que, con el tiempo, la apetencia por alcanzar y sostener el estatus propio y familiar se convierta en codicia y adicción al trabajo. Hay hombres a los cuales las vacaciones les producen depresión, y otros a quienes el ocio les produce estrés. No sabemos manejar ni disfrutar el tiempo libre: o nos aburrimos o nos sentimos culpables. Un paciente que no llegaba a los cincuenta años,, vicepresidente de una reconocida multinacional, se sentía "muy rara casi en cano, cuando , estaba en paz. Su motivo de vida era producir dividendos. Si no había activación autonómica (adrenalina) y presión, se sentía extraño.
Si algún día nos descubrimos a nosotros mismos pensando de esta manera, habremos entrado a formar parte de las estadísticas epidemiológicas. Por ejemplo, el índice de suicidio masculino casi triplica el de las mujeres; algo similar ocurre con el abuso de sustancias. En los países industrializados, la perspectiva de vida del varón es de ocho años menos que la del sexo femenino, cuando éstas no trabajan; si lo hacen, la diferencia se reduce. Debido al mencionado estrés masculino, los indicadores de violencia intrafamiliar e infarto suben alarmantemente. Hasta hace poco se pensaba que las mujeres se deprimían tres veces más que los hombres: los nuevos resultados muestran que las estamos alcanzando rápidamente, con claras perspectivas de sobrepasarlas. Por desgracia, aunque la mortalidad prematura y la calidad de vida negativa nos aceche, seguimos empecinados en obtener el tan añorado poder.
Parte de la problemática esbozada hasta aquí sobre el miedo al fracaso, encuentra explicación en dos peligrosos mitos responsables del aprendizaje social del varón. Estos criterios formativos, o mejor, deformativos, son malas traducciones culturales de los viejos y prehistóricos parámetros de dominancia biológica. Ellos son: a) "Vales por lo que tienes", y b) "Todo lo puedes". El primero orienta nuestra atención hacia los aspectos más superficiales de la vida, y nos separa abruptamente de un sentido de vida más trascendental. El segundo nos priva de la mejor de las virtudes: la humildad.
Extracto tomado del libro:
Intimidades masculinas
Walter Riso
Imágenes tomadas de internet