viernes, 16 de noviembre de 2018

EL EXILIO








Fue rey en febrero, en muchos febreros fue rey. El rey Traimán, también llamado Sopita y Marqués de las Cabriolas, gobernaba el carnaval. Gorra emplumada, atavíos de seda: allá en lo alto de su trono de luces, alzado sobre el trueno de los tambores y la algarabía del gentío, él no hablaba ni sonreía. El monarca mandaba, con imperturbable gravedad, moviendo apenas el cetro, y su poder duraba mientras duraba la fiesta. 





Pero moría el carnaval, y Traimán continuaba ejerciendo la monarquía. El tenía cara de rey triste, desde que había nacido. En aquella cara de siempre, obra de alfarería indígena, nada se movía: una eterna mueca de desdén le había subido las cejas, le había bajado los párpados y le había cerrado la boca. Sus labios sólo se abrían para decir lo imprescindible: 





—Yo soy el rey de la Araucaria. 





Sin palabras, quitándose el sombrero hongo, agradecía las monedas que muy de vez en cuando contribuían a la causa del reino perdido; y sin palabras vendía caramelos en los tranvías de la ciudad. 





Traimán había llegado a Montevideo, perseguido por los usurpadores blancos, hacía muchos años. En algún lugar secreto guardaba, según se decía, los pergaminos que daban fe de su autoridad sobre las tierras, las lejanas tierras del sur, donde había nacido. 





El esmirriado monarca comía salteado, pero andaba enredado en complicadas gestiones diplomáticas, que emprendía en nombre de sus súbditos. Los reyes europeos no le contestaban, porque estaban atareados en sus guerras. 





Al fin de la segunda guerra mundial, mientras esperaba noticias, Traimán murió, tuberculoso, en un hospital público. Fue enterrado con su levita raída y con todas las medallas que le colgaban del pecho.








Tomado de:
Cuentos de Galeano en la Jornada
Eduardo Galeano
Fotografía de internet