1. Algunas comparaciones hombre-mujer
Aunque no son mayoría, es posible encontrar hombres fieles, es decir, varones con una fuerte convicción hacia la monogamia y un firme dominio sobre sus más recónditos y elementales impulsos. La fidelidad, tal como he dicho en otros escritos, no es ausencia de deseo sino autocontrol y evitación a tiempo. La lealtad en el varón, más que por un estado natural de rectitud hacia la mujer amada, está determinada por su fuerza de voluntad y el imperturbable propósito racional de evitar el engaño: "Quiero mantener mi relación", "No me interesa destruir lo que tengo", "Quiero darle el regalo de la exclusividad a la mujer que amo", y valoraciones por el estilo.
Si consideramos la innegable vulnerabilidad sexual masculina a la promiscuidad y las tentaciones de la civilización moderna, el esfuerzo del varón por mantenerse fiel requiere además de autobservación sostenida, metas a corto plazo de esas que recomiendan Alcohólicos Anónimos, por ejemplo: "Hoy no voy a delinquir". En cambio, la fidelidad femenina no suele necesitar de tanto monitoreo, a no ser que la susodicha entre en desamor. Si la mujer empieza a dudar del amor que siente por el marido o el novio, y alguien interesante para ella le pisa los talones, entonces la cosa se pone grave. Aquí, el autocontrol requerido para mantenerse en el terreno de la fidelidad, mínimamente, es el de un faquir experimentado: el afecto empuja tanto o más que el sexo.
Por lo general, las causas psicológicas de infidelidad son tres: desamor, insatisfacción sexual o aburrimiento. Si a una relación de pareja coja llega una tercera persona que aporta amor renovado, sexo apasionado y/o entretenimiento variado y sugestivo, la cuestión se complica y la incómoda cornamenta es casi que inevitable. Las tres razones expuestas se ordenan distinto en mujeres y en hombres. En las primeras, las prioridades para la infidelidad son: desamor; aburrimiento e insatisfacción sexual. En los segundos, el orden es distinto: insatisfacción sexual, desamor y aburrimiento.
Las estadísticas en América Latina muestran que, en el tema de la infidelidad, los hombres y las mujeres diferimos en algunos puntos. Los varones somos tres veces más infieles que las mujeres. Sin embargo, los hombres somos más confiados: siempre crecemos que a nosotros no nos van a, o no nos pueden engañar. Mientras la mitad de las mujeres piensan que sus maridos le son infieles (y con razón), el 80% de los varones creemos en la fidelidad de nuestras mujeres (yo diría que ingenuamente si consideramos que una de cada tres mujeres reconoce ser infiel). Desde mi experiencia profesional, diría que la diferencia fundamental entre la infidelidad masculina y la femenina, además de la mayor frecuencia en los hombres, está en que los varones son menos conscientes de la infidelidad de sus parejas que las mujeres, o al menos hacen como el avestruz. Es posible que ésa sea la razón por la cual casi siempre se enteran mucho después, o de últimos. Dicho de otra forma, aunque haya más hombres infieles, la mayoría de los varones que son engañados por sus mujeres no tiene idea de lo que está ocurriendo y pondría las manos sobre el fuego por ellas. La quemadura podría ser de quinto grado.
Cuando la mujer decide ser adúltera, la acción delictiva se aproxima al crimen perfecto. Debido a que el costo social de la infidelidad femenina es considerablemente más grande que el del hombre, y es posible que también debido a una meticulosidad y astucia natural femenina, pillarla es muy difícil; a no ser que sufra de enamoramiento crónico y la activación bioquímica la lleve al descuido. Pero en general, a ellas casi no se les nota y el cuerpo del delito suele permanecer bastante oculto. En cambio, la habilidad de engañar sin ser visto en el varón, deja mucho que desear. Las pistas suelen ser tan evidentes que hasta Mr. Magoo en persona las detectaría. A veces, la evidencia en contra es tan apabullante que el infractor parecería haberlo hecho a propósito. Una de las explicaciones psicológicas que se da a este lapsus iflfractoris es el de las ganancias secundarias. Cuando el varón es absurda e ingenuamente descubierto, pueden ocurrir al menos dos beneficios básicos: a) reafirmar su machismo mostrándole a la mujer que aún cotiza, y/o b) eliminar la culpa y el peso de ser infiel ("Ayúdame a salir de ésta"). La primera es una manera estúpida de recordarle a la esposa quién es quién, y la segunda una forma de redimirse ante la humanidad.
Por lo general, la mayoría de las personas, hombres y mujeres, perdona la infidelidad de sus parejas y casi siempre les conceden otra oportunidad. No obstante, en muchos casos "la última oportunidad" se convierte en costumbre, y es entonces cuando comenzamos a negociar con los principios. Una de mis pacientes prefería compartir su marido con otra, a perderlo y quedarse sola. El esposo, haciendo gala de una extraña forma de honestidad, le contaba con lujo de detalles todo lo que hacía con la otra mujer, mientras ella se limitaba a "comprenderlo" y a esperar que algún día cayera en cuenta de su error. En otro caso, igualmente dramático, un hombre ya mayor llevaba dos años aceptando que su mujer tuviera un amante, para evitar el costo social de la separación y que sus hijos sufrieran con la noticia.
Aunque no nos guste y estemos en desacuerdo, mientras los hombres sigamos ciegamente el mandato sexual, y las mujeres sigan encontrando el insoportable vacío afectivo de un varón ausente, seremos legal y aparentemente monogámicos y en secreto, poligámicos.
Extracto tomado del libro:
Intimidades masculinas
Walter Riso
Imágenes tomadas de internet