sábado, 28 de diciembre de 2019

LOS LÍMITES DEL AMOR SALUDABLE


"Haría cualquier cosa por ti, si me lo pidieras". ¿Quién no ha dicho esta frase alguna vez en su vida, bajo el efecto hipnótico del enamoramiento? ¿Y cuántos no se han arrepentido luego? Amor sin límites, sin condicionamientos, libre de pecado y más allá del bien y del mal. Existir para el otro, vivir para el amor, consagrarse a él y realizarse por medio suyo, junto a la persona amada. Y si eres mujer, la cosa es peor: "Estás hecha para amar", afirmaban sin pudor pensadores de la talla de Rousseau y Balzac.

Amar hasta reventar, hasta agotar reservas, hasta "morir de amor", como cantaba Charles Aznavour. Romanticismo a ultranza, descarado, febril, ilimitado, que todo lo justifica, hecho para valientes, para quienes están dispuestos a entregarse hasta la médula y sin recato, no importan las consecuencias. La consigna del amor irracional es terminante: si no hay abdicación del yo, si la subordinación al amor no es radical, entonces ese amor no es verdadero.

Sacrificio y amor van de la mano, dice la sabiduría popular, porque así fue concebido por la civilización desde los comienzos. ¿Que ya está pasado de moda, que el postmodernismo ha erradicado totalmente tal concepción? Lo dudo. Pienso que la exigencia de un amor irrevocable y sometido al otro sigue tan vigente como antes, aunque más solapado y maquillado por las reivindicaciones y conquistas sociales, sobre todo las feministas. Estoy de acuerdo con el sociólogo Gules Lipovetsky cuando afirma que aunque se ha intentado desmontar el culto femenino al amor, la tan anhelada revolución afectiva aún está en pañales. Las mitologías del amor, como veremos más adelante, además de ser altamente nocivas para la salud mental, todavía están presentes en el imaginario de infinidad de mujeres. 

En general, la mayoría de la gente que me consulta lo hace porque tiene un problema relacionado con un amor mal manejado, por un sentimiento que nos envuelve y nos controla. Y de estas consultas psicológicas, el ochenta y cinco por ciento son de mujeres. Obviamente no se trata de vivir sin amor y negar el hecho de que en algunas relaciones, tal como decía Roland Barthes en su libro Fragmentos para un discurso amoroso, arder es mejor que durar. Nadie desdeña la experiencia amorosa en sí misma, sino las terribles secuelas de su idealización sin fronteras. Los mitos, en psicología cognitiva, son ideales inalcanzables, salidos de toda posibilidad y anclados en un deber ser definitivamente contraproducente y sin sentido. 

No se trata de destruir el amor, sino de reubicarlo, ponerlo en su sitio, acomodarlo a una vida digna, más pragmática e inteligente. Un amor justo y placentero que no implique la autodestrucción de la propia esencia, ni que excluya de raíz nuestros proyectos de vida. El amor no lo justifica todo, no es Dios, aunque hayamos establecido esa correlación a través de los tiempos. 

¿Por qué no lo deja, señora? ¿Por qué no se salva y escapa a la indiferencia y el maltrato psicológico que la están destruyendo? ¿Por qué sigue ahí, si sabe que él la engaña con otra mujer? La respuesta es patética: "No puedo, lo amo". 

Si el amor, en cualquiera de sus formas, se nos presenta como la máxima aspiración de vida, no podremos vivir sin él y haremos cualquier cosa para obtenerlo y retenerlo, independiente de los traumas que pueda ocasionar. 
Amor en cantidades apabullantes, desmedido, ahogarnos en él hasta perder el sentido de la proporción y de la propia vida. ¿Acaso no se trata de eso? ¿Acaso el amor no es lo más sustancial?, gritan a los cuatro vientos los enamorados del amor. Pues no: el culto al sacrificio sentimental ilimitado es una epidemia que aniquila vidas y al cual nos sometemos inexplicable y embelesadamente como ovejas al matadero. La siguiente frase de Francis Bacon resume esa sensación cuasimística que embarga a los que han sufrido el flechazo: La naturaleza del amor implica ser rehén del destino. 

Una de mis pacientes decidió hacer una huelga de hambre porque su marido no la dejaba tener amigas ni salir con ellas. No apareció en los periódicos y ni siquiera trascendió al barrio, sólo tuvo repercusión en la familia y en la curia. 

Intervinieron para hacerla cambiar de opinión los suegros, una prima que sabe mucho de astrología, el cura, el médico de cabecera y, sobre todo, su mamá, la más indignada por la actitud poco responsable de su hija. Por mi parte, me limité a cumplir el papel de intermediario y vocero de sus reivindicaciones. El marido, cuando se dio cuenta de que la cosa iba en serio, no tuvo más remedio que acceder a los pedidos de su mujer. 

¿Qué defendía mi paciente? El derecho a la libre asociación. Cuando en una ocasión le pregunté si no era mejor hablar con él en vez de armar semejante ajetreo, me contestó: "Nunca me escucha, ni me toma en serio..." 

Incluso pensó que era una pataleta mía y que rápidamente se me iba a pasar... En realidad, yo lo quiero mucho, pero "esta vez me cansé...".Volví a preguntarle: ¿Y no le parece poco alentador tener que hacer una huelga de hambre para que él acepte que usted es una persona libre y autónoma? Su respuesta no se hizo esperar: Puede que usted tenga razón, pero todo este lío produjo en mí un cambio interesante... Las relaciones de poder, como usted las llama, se equilibraron, las próximas discusiones no van a ser iguales... La esclava se rebeló y mostró las debilidades del amo. Si no lo quisiera, ya lo hubiera mandado a la porra, pero así somos las mujeres, nos gusta perdonar. Le estoy dando una nueva oportunidad a la relación. Hay una historia y no todo es malo... No sé, prefiero ver qué pasa. Pero le voy a confesar algo: si la relación no mejora, me di cuenta de que soy capaz de terminar con él sin una pizca de remordimiento. Él lo leyó en mis ojos cuando me pidió que hiciéramos las paces y le contesté que lo amaba, pero que el sentimiento no era suficiente para tener una vida decorosa. Independientemente de que estemos o no de acuerdo con el método que utilizó mi paciente o incluso si discrepamos con la idea de mantener un tipo de relación así (v.g. Si" necesitas hacer una huelga de hambre para vivir dignamente con tu pareja, es mejor separarte de una vez"), debo confesar que algunas reminiscencias de los años sesenta y setenta produjeron en mí una fuerte simpatía por la causa de la mujer. Una actitud de choque como ésta trae sus ventajas: el poderoso se baja del pedestal, se reafirma el yo, se pierde el miedo a la autoridad (después de decir no a los suegros, la madre, el cura, los hijos y el médico, la fortaleza crece como espuma), se bloquea el abuso del poder y se crean lazos más democráticos. Además, permite reevaluar los sentimientos y ayuda a poner un límite a la relación. Cuando alguien agobiado por la presión del otro y "limitado en sus libertades básicas dice sinceramente: Me cansé, hay que prepararse, porque ha empezado la" transformación, un nuevo ser está en marcha. 

Aunque en la actualidad, tal como afirmé antes, los valores de realización personal e independencia han comenzado a instalarse en la mente femenina, el paradigma de la renuncia de sí o el ser para el otro, como afirmaba Simone de Beauvoir en el segundo sexo, siguen ejerciendo un peso considerable en la manera de pensar de millones "de mujeres en todo el mundo. La idea de que ellas son el pilar de la familia y que, por tanto, deben estar dispuestas a hacer cualquier tipo de sacrificio para defender la unidad y felicidad del grupo familiar es similar a la del soldado que muere por una causa o el hombre que lo hace por el honor. Valores que son antivalores: el deber de la despersonalización que se sustenta en la sacralización de un amor desmedido. No importa que debas sacrificar estudios, profesión, vida social y hasta las ganas de vivir: si te deprimes en nombre del amor, esa depresión será santificada. 

Según esta filosofía amorosa insensata, es apenas natural que los condicionamientos sociales pongan a tambalear cualquier tipo de autonomía. Una de mis pacientes, una abogada prestigiosa que llevaba casada doce años, me aseguraba que sólo podía sentirse realizada cuando su "esposo estaba alegre y contento: Si él está bien, yo estoy bien, es así de sencillo. 

Sólo quiero verlo feliz. Cuando le" pregunté por sus necesidades, me respondió:"Verlo bien...". Cuando insistí sobre qué cosa la hacía feliz a ella independiente de él, me respondió:"Hacerlo feliz. No quiero otra cosa". La repetición mecanizada de la adicción, perseverar en un amor que se recrea a sí mismo en el otro. 
Recuerdo una canción de Bryan Adams, "Todo lo que hago lo hago por ti", que dice en una sus estrofas: 

Tómame como soy, toma mi vida.
Daría todo lo que pudiera sacrificar.
No me digas que no vale la pena.
No lo puedo evitar, no hay nada que quiera más.
Sabes que es así.
Todo lo que hago, lo hago por ti. 

En una relación convencional, bajo el amparo de la tradición sentimentalista y el espíritu de sacrificio, los intereses personales caducan y vivir para el otro se convierte en mandato. Amor heroico, inmolación de la propia identidad, que las abuelitas en su sabiduría llamaban la cruz del matrimonio. En los amores enfermizos, cuya norma es la dependencia y la entrega oficial sin miramientos, el desinterés por uno mismo se convierte en imperativo. Toda forma de independencia es sospechosa de egoísmo, mientras el desprendimiento y el altruismo relamido son considerados un acercamiento al cielo y un pasaporte a la salvación. No sólo hay que vivir para el prójimo, sino también, legal y moralmente, para la persona que supuestamente amamos, sin excepciones. 

Dicho de otra forma: la propuesta afectiva implícita que aún persiste en la mayoría de las culturas amantes del amor desesperado, inclusive en muchas de las llamadas culturas liberadas o liberales, sigue siendo la misma que ha caracterizado la historia del amor desde sus comienzos: Amar es dejar de ser uno mismo. No se trata de vincularse en libertad, sino de desaparecer en el ser amado. Pura absorción.

Si suponemos que el amor de pareja no tiene límites, si hacemos de la abnegación una forma de vida, es apenas natural que no sepamos cómo reaccionar ante cualquier situación afectiva que nos hiera o degrade. Una vez pasamos el límite de los principios, devolverse no es tan fácil porque ya estamos enredados en la maraña de sentimientos que hemos fabricado y en los deberes que hemos asumido. ¿Qué se supone que deberíamos hacer cuando la persona que amamos viola nuestros derechos? Si el costo de amar a nuestra pareja es renunciar a los proyectos de vida en los cuales estamos implicados, ¿habrá que seguir amando? Y si no podemos dejar de amar, ¿habrá que seguir alimentado el vínculo? Se me dirá que cualquier relación de pareja requiere de aceptación y que la convivencia afectiva implica renunciar a ciertas cosas. Vale. Es apenas obvio que para estar en pareja hay que negociar muchas cosas, sin embargo, el problema surge cuando la supuesta negociación excede los límites de lo razonable, es decir, cuando afecta directamente la valía personal o cuando los "pactos de convivencia" fomentan la destrucción de alguno de los miembros. El ágape (compasión) también tiene sus contraindicaciones. Ante un bebé o una persona gravemente incapacitada es natural no esperar nada a cambio. Nadie niega que haya momentos en los que el yo pase a un segundo plano, pero si esta ayuda se lleva a cabo de una manera compulsiva, maternal o paternalista, habremos entrado al terrible mundo de la codependencia. 

Acoplarse a las exigencias razonables de cualquier relación afectiva, acercarse al otro sin perder la propia esencia, amar sin dejar de quererse a sí mismo, requiere de una revolución personal, de cierta dosis de subversión amorosa que permita cambiar el paradigma tradicional del culto al sacrificio irracional por un nuevo esquema en el que el auto-respeto ocupe el papel central. ¿Amar con reservas? Sí, con la firme convicción de que amarte no implica negociar mis principios. 

Donde hay juegos de poder o relaciones de dominancia se necesita la política. Platón definía la política como el arte de vivir en sociedad. El amor de pareja es una comunidad de dos, donde nos asociamos para vivir de acuerdo con unos fines e intereses compartidos. La regulación de la lucha por el poder en la pareja, que puede ser implícita o explícita, del manejo de los conflictos interpersonales es pura política. Mandar y obedecer, rebelarse y desobedecer, golpes de estado de puertas para adentro: las feministas dicen que lo privado también es política. ¡Cuánta razón tienen!




Extracto del libro:
Los límites del amor
Walter Riso
Fotografías tomadas de Internet