Una caravana de mercaderes y peregrinos atravesaban lentamente el desierto. De pronto, a lo lejos, apareció un veloz jinete que surcaba las arenas como si su caballo llevara alas.
Cuando aquel extraño jinete se acercó, todos los miembros de la caravana pudieron contemplar, con horror, su esquelética figura que apenas si se detuvo junto a ellos. Tras una breve conversación lo comprendieron todo.
Era la Peste que se dirigía a Damasco, ansiosa de segar vidas y sembrar la muerte.
— ¿Adónde vas tan deprisa? –le preguntó el jefe.
— A Damasco. Allí pienso cobrarme un millar de vidas.
Y antes de que los mercaderes pudieran reaccionar, ya estaba cabalgando de nuevo. Le siguieron con la vista hasta que sólo fue un punto perdido entre la inmensidad de las dunas.
Semanas después la caravana llegó a Damasco. Tan sólo encontró tristeza, lamentos y desolación. La Peste se había cobrado cerca de 50.000 vidas. En todas las casas había algún muerto que llorar, niños y ancianos, muchachas, jóvenes…
El jefe de la caravana se llenó de rabia e impotencia. La Peste le había dicho que iba a cobrarse un millar de vidas… sin embargo había causado una gran mortandad.
Cuando tiempo después, dirigiendo otra caravana por el desierto, el jefe volvió a encontrarse con la Peste, le dijo con actitud de reproche:
— ¡Ya sé que en Damasco te cobraste 50.000 vidas, no el millar que me habías dicho! No sólo causas la muerte, sino que además tus palabras están llenas de falsedad.
— No –respondió la Peste con energía-, yo siempre soy fiel a mi palabra. Yo sólo acabé con mil vidas. El resto se las llevó el Miedo.
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