Veamos ahora qué pasa cuando consideramos una libertad con límites:
¿Límites impuestos por quién?
¿Quién decide “lo que se puede” y “lo que no se puede” hacer?
Las respuestas que comúnmente encuentro ante estos interrogantes se podrían reunir en dos hipótesis: las pautas sociales (que hacen responsable a la ley) y las pautas personales (más relacionadas con la moral cultural).
En todo caso, en las charlas aparece siempre la clásica respuesta:
“La libertad de uno termina donde empieza la libertad de los demás”.
No hay muchas cosas que uno recuerde del colegio secundario:
El dúo de Vilcapugio y Ayohúma.
El trío de musgos, algas y líquenes.
Y la frase mágica que todo lo explica: La libertad de uno termina donde empieza la libertad de los demás.
Me parece encantador y nostálgico, pero creo que la libertad no funciona de este modo.
Mi libertad no termina donde empieza la libertad de nadie.
Dicho sea de paso, éste es un falso recuerdo, porque la frase se refiere al derecho, no a la libertad.
Tu derecho no frena mi libertad, en todo caso legisla sobre las consecuencias de lo que yo decida hacer libremente. Quiero decir, la jurisprudencia y la ley informan sobre la pena por hacer lo que está prohibido, pero de ningún modo evitan que lo haga.
Si la libertad es hacer lo que uno quiere dentro de ciertos límites, y éstos los van a determinar los demás, la libertad personal termina dependiendo de lo que el otro me autorice a hacer. El concepto mismo de libertad se derrumba y se termina pareciendo demasiado a los tipos de dependencia de los que hablamos...
Si nos quedáramos con este planteo, estaríamos volviendo a la idea de la libertad decidida por los demás; y creo que es obvio que esta libertad se parece mucho a una esclavitud, aunque el amo sea gentil y comprensivo, aunque el amo sea impersonal y democrático, aunque el amo sea la sociedad toda y no un individuo.
Del libro:
El Camino de la Auto-Dependencia
Jorge Bucay