Esta historia es ahora del pasado. Había una vez un emperador tan rico y tan poderoso que reinaba sobre ochenta y cuatro mil reyes vasallos. Tenía en su harén tres mil esposas, que le habían dado cuatrocientos hijos y una multitud de hijas, y no se podían contar sus caballos, sus elefantes y sus palacios. En su juventud, este gran emperador había tenido por compañero de juegos al pintor de la corte encargado de decorar los tabiques y los biombos del «Pabellón de la pureza y el frescor». El recuerdo de ese amigo se conservaba con dulzura en su corazón.
Resulta que al gran emperador le gustaba ir a pasear, disfrazado, por las calles de su capital, Heian-K yo, que hoy se llama Kyoto. Una mañana, mientras deambulaba por la plaza del mercado entre los puestos de pescaderos, tropezó con el cuerpo de un hombre medio enterrado bajo los desperdicios. Se inclinó y reconoció a su amigo de juventud, el pintor Toshibu. Éste llevaba el vestido roto, lleno de suciedad, y se encontraba manifiestamente en un estado avanzado de embriaguez. Compasivo, el gran emperador le metió en el bolsillo un diamante muy grande que adornaba habitualmente su oreja izquierda. Así -pensó-, cuando mi desdichado amigo vuelva en sí, encontrará el diamante, lo venderá y podrá llevar en lo sucesivo una vida honorable. Y se marchó, muy contento de haber satisfecho a los dioses con su buena acción y por haber salvado de la miseria al amigo de su juventud.
Los años corrieron en el reloj de arena del tiempo. El gran emperador tuvo todavía cincuenta hijos. El último, engendrado por su primera esposa, nació con la piel de color de oro. Sus cabellos eran de un negro de azabache brillante, extraordinario, las palmas de sus manos llevaban la marca de la rueda de mil radios, en la planta de su pie izquierdo estaba grabada una pezuña de caballo, y en la planta de su pie derecho, una pata de elefante. Al ver estos signos, el emperador comprendió que su fin estaba próximo y que le había nacido el hijo llamado a sucederle. Entonces, «antes de pasar más allá de la tristeza», como dicen los textos antiguos, y de obedecer a la ley de la impermanencia, decidió ir por última vez a pasearse de incógnito por las calles de su capital. Al pasar por la plaza del mercado, casi chocó con un mendigo. Era Toshibu, que seguía igual de miserable:
-¡Todavía estás en este estado de pobreza! -se sorprendió el gran emperador.
-Sabes bien -dijo Toshibu- que nunca he tenido habilidad para ganar dinero, y desde que tu honorable padre me alejó de la corte, por haber pintado una escena de caza que desagradó a su tercera esposa, arrastro una vida lamentable.
-Pero, ¿cómo puede ser -dijo el emperador- que no encontraras el gran diamante que puse en el bolsillo de tu vestido?
Toshibu le contempló con expresión de asombro y respondió: -¡Ya veo que te burlas de mí! ¡Soy un miserable y ningún diamante irá a alojarse nunca en mis bolsillos!
Y diciendo esto se dio la vuelta y se fue a mendigar más lejos.
«Antes de pasar más allá de la tristeza», como dicen los textos antiguos, y de obedecer como todo el mundo a la ley de la impermanencia, mira los tesoros que están ante tus ojos y que no sabes ver. Así habla la sabiduría zen.
Extraído de:
La Grulla Cenicienta
Los más bellos cuentos zen
Henry Brunel