Sonó el teléfono. Escuché la orden:
—Te llamo para decirte que vas a ser jurado.
—¿Jurado?
-Sí, sí. Jurado en un concurso.
—Gracias por avisarme —alcancé a balbucear.
Ella tenía doce años y era alumna de la escuela de la calle Monte Caseros:
—Es un concurso de novelas. Las escribimos nosotros, los del sexto grado.
—Gulp —dije.
—Te esperamos mañana —mandó.
Y fui.
Los novelistas eran un enjambre de chiquilines que hablaban todos a la vez. El maestro Oscar, puños raídos, sueldo de fakir, los dejaba hacer. Ellos habían organizado aquel concurso de novelas, ilustradas por sus autores, y habían conseguido que un joyero del barrio donara medallitas con el nombre grabado de cada uno de los participantes.
En la ceremonia de la premiación, fue prohibida la entrada de los padres y demás adultos. Los tres jurados, el maestro Oscar, una de las autoras y yo, dimos lectura al acta, que destacaba los méritos de cada uno de los trabajos. Todos fueron premiados, y cada premio recibió una ovación y una lluvia de serpentinas.
Después, el maestro me dijo que lo bueno que tiene enseñar está en lo mucho que uno aprende:
—Nos sentimos tan unidos, que me dan ganas de dejarlos a todos repetidores.
Y una de las alumnas, que había venido a Montevideo desde un pueblo perdido en los campos, se quedó charlando conmigo. Me dijo que ella, antes, no hablaba ni una palabra, y muerta de risa me dijo que el problema era que ahora no se podía callar. Y me dijo que al maestro lo quería, lo quería muuuuuuucho, porque era él quien le había enseñado lo más importante: le había enseñado a perder el miedo de equivocarse.
Tomado de:
Cuentos de Galeano en la Jornada
Eduardo Galeano
Fotografía de internet
Cuentos de Galeano en la Jornada
Eduardo Galeano
Fotografía de internet