En aquel tiempo, en la provincia de Hu-Nan, en el sureste de la China, a la orilla de un lago tranquilo, tres amigas vivían en paz. Eran dos grandes aves vestidas de blanco y gris, de pico sólido, alas inmensas como velas y cuello largo y flexible, dos garzas cenicientas (Area cinera), llamadas Ching y Chang, y una señora tortuga de edad avanzada, Pi-Huan. La tortuga tenía un carácter difícil: era rencorosa, susceptible y gruñona, pero guardaba la casa cuando las nobles aves se iban a pescar lejos. A su regreso la encontraban allí, fiel. Y a pesar de su cabeza un poco maciza, su lomo estriado, su manera de retirarse refunfuñando bajo su caparazón, la querían... como se ama un paisaje familiar, un punto de anclaje en las aguas móviles, en los cielos cambiantes.
Un día, al atardecer, mientras la señora Pi-Huan, con la cabeza hundida en el cuello, como solía, estaba atareada preparando la cena, Ching, que estaba posada en la rama de un árbol y se alisaba las plumas, observó:
-Tengo la impresión de que las aguas de nuestro «lago de la Tranquilidad» descienden de forma alarmante.
-Todos los veranos descienden -masculló Pi- Huan.
-Cuanta menos agua hay, más fácil es la pesca -dijo Chang, y se rió con despreocupación: «Kreeee ... ik, kreeee... ik.».
-Hum -dijo Ching-, la verdad es que estoy preocupada ...
La señora tortuga encogió sus hombros macizos y Chang siguió rascándose con delicia el hueco de las alas con su pico todavía rosado.
Y la noche, en el cielo anaranjado de China, cayó bruscamente. Las tres amigas se durmieron en un último resplandor.
El verano transcurría y no caía ni una gota de agua. La sequía era terrible. El nivel de los ríos bajaba, los campos de algodón y de arroz ya no se regaban. El pequeño lago apacible dejaba al descubierto su fondo fangoso. Se anunciaba un período de hambre. Una noche las tres amigas celebraron consejo:
-Debemos partir hacia el norte -declaró Ching-, toda la región hasta Cantón es víctima de la sequía, debemos marcharnos de aquí mañana mismo.
-Vayamos a ver nuevos cielos -dijo Chang con ligereza, y se rió: «Kreee ... ik».
Pero una voz cortante le interrumpió brutalmente:
-¿ Y yo? -exclamó Pi-Huan, indignada- ¿ Cómo voy a partir? Soy vieja, mi caparazón es pesado y no tengo alas como vosotras. ¿Es que acaso pensáis abandonarme?
Las dos garzas se miraron, contritas. Es verdad -se dijeron-, no podemos dejar aquí a nuestra vieja amiga, que se vería condenada a una muerte segura. Pero ¿cómo podemos llevárnosla?
-Hay que encontrar una solución -dijo Ching.
Y las tres, bajo el cielo anaranjado de China, fueron a acostarse con el pensamiento ocupado por sombrías reflexiones.
Al día siguiente, en la aurora, celebraron un conciliábulo. Ching estaba en equilibrio sobre la pata derecha, Chang sobre la izquierda, y la señora Pi-Huan tenía una mirada furiosa e inquieta en sus ojos, que se desbordaban del cuello de su caparazón. -¡Ni hablar de quedarme sola aquí y morirme de sed!- estalló.
-Querida amiga, estoy de acuerdo con usted, pero ¿cómo transportarla? ¡Se trata de un largo viaje! -suspiró Ching.
-Y es usted pesada, señora Pi-Huan -bromeó Chang-. Me acuerdo de cuando, el verano pasado, me pisó el pie. ¡Ay!
-Fue culpa tuya ...
-¡En absoluto!
-Quizá tengo una solución -dijo Ching-, podríamos cortar un sólido bastón, Chang y yo lo sostendríamos cada uno por un extremo, y Pi-Huan lo mordería por el centro ...
-Bravo -dijo Chang-. Es una idea extraordinaria, y la señora Pi-Huan no nos dará dolor de cabeza con su charla.
Se rió con ganas: «Kreee ... ik». La tortuga, un poco más tranquila, tuvo la prudencia de sonreír y no dijo nada.
-Señora Pi-Huan -insistió Ching-, sobre todo no abra la boca, volaremos a gran altura y, a pesar de su caparazón, si se cayera se rompería la crisma.
La tortuga asintió con un movimiento de cabeza.
Una hora más tarde las tres amigas alzaron el vuelo. El despegue fue un poco difícil. Las dos garzas no estaban habituadas a aquella sobrecarga insólita, pero pronto adoptaron un ritmo regular desplegando al unísono sus poderosas alas. Debajo de ellas desfilaba una campiña desolada. Campos de algodón devastados, arrozales abandonados, aquí y allá esqueletos de animales. Hacia mediodía, a medida que avanzaban hacia el norte, el paisaje se volvió más verde, más risueño. A media tarde, unos campesinos que trabajaban en los campos se dieron cuenta de su extraña tripulación:
-¡Mirad esa tortuga, qué inteligente es! -exclamaron- ¡Se hace transportar por dos garzas!
Pi-Huan se abstuvo de responder, pero mientras mordía el bastón con energía saboreaba los cumplidos. Ahora sobrevolaban una ciudad, con sus templos, sus jardines, sus pagodas de tejados de oro, y los comentarios halagadores que subían hasta ella embriagaban a la señora Pi-Huan como un incienso:
-¿Es la reina de las tortugas? ¿Os habéis fijado en esa brillante tripulación? ¡Qué manera más inteligente de viajar!
Las dos garzas proseguían su vuelo regular, pero la fatiga empezaba a entumecer sus alas. Tenían prisa por enontrar un río o un lago apacible junto al que posarse.
Cuando pasaron por encima de un prado, unos pastorcillos las señalaron con el dedo. La señora Pi-Huan, que no se cansaba de los cumplidos, aguzó los oídos:·
-Mirad esas dos garzas --dijo un muchachito=-, llevan esa tortuga palurda, sin duda para amenizar su cena.
¡Qué inteligentes!
-¡Estúpidos pastores, no entendéis nada! -quiso gritar Pi-Huan, Pero apenas abrió la boca se soltó del bastón y se estrelló contra el suelo, con el caparazón reventado. Las dos garzas descendieron planeando, arrancaron una pluma gris y una pluma blanca de sus alas en señal de duelo, giraron un momento por encima de su pobre amiga y pronto desaparecieron en la lejanía.
El sabio, dice el maestro del Zen, recibe con la misma indiferencia el halago y el desprecio. Es semejante a la llama de una vela, que sube recta y clara y que, al menor soplo, no flamea. Nadie puede agredirnos moralmente sin nuestro consentimiento, somos nosotros quienes abrimos las esclusas de la tristeza. Ninguna injuria podía hacer que la tortuga se soltara. El insulto, el desprecio, el anatema, representan la opinión del que los profiere, son su problema, no el nuestro. Puede ser, por lo demás, que la crítica esté justificada; entonces debemos aceptarla como tal. ¿Quién es perfecto? También puede ser que sea errónea, parcial, injusta; entonces la dejamos en la boca del que la ha pronunciado. Nuestra paz, nuestro destino, están en nuestras manos. «En nuestros dientes», refunfuña el fantasma de la tortuga.
Extraído de:
La Grulla Cenicienta
Los más bellos cuentos zen
Henry Brunel