La esencia del pensamiento dogmático
Haré referencia a tres aspectos claves que conforman la manera de pensar dogmática:egocentrismo (el mundo gira a mi alrededor), arrogancia / soberbia (lo sé todo) y ausencia de autocrítica e intolerancia a la crítica (nunca me equivoco).
2.- ARROGANCIA / SOBERBIA: LO SÉ TODO
Las personas sencillas y moderadas son conscientes de que no se las saben todas. No obstante, es bueno aclarar que la humildad nada tiene que ver con los sentimientos de minusvalía o la baja autoestima: el humilde se estima a sí mismo en su justa medida. No exagera sus dones ni se vanagloria de ellos, no los publica, no los exhibe: los vive y los goza sin que le importe demasiado la vox pópuli. «El sabio ama el anonimato», decía Heráclito.35
No sobrestimarse y reconocer las propias limitaciones implica aceptar la posibilidad del error. Modestia equilibrada, bien sustentada, lejos de la vanidad. Spinoza, en la Ética,36 afirmaba que la soberbia es supervalorarse a uno mismo más de lo justo:
«La sobrestimación hace soberbio con facilidad al hombre que es sobrestimado.» (Proposición 49.)
La persona dogmática sufre de una curiosa forma de infalibilidad aprendida: prefiere los axiomas a las opiniones. La palabra «opinión» fue utilizada por Platón para designar un tipo de saber «aproximado», que se encuentra entre el conocimiento propiamente dicho y la ignorancia.
Si la modestia es ser consciente de la propia insuficiencia, el dogmatismo es la expresión de una idea fija: «Soy dueño de la verdad», que parte de dos premisas: «Yo tengo la razón» y «tú estás equivocado».37 Conozco a una persona que se consulta a sí misma como prueba de validez e sus afirmaciones: «Como dije en el simposio de 1995...» Y cuando un día alguien le hizo caer en la cuenta de lo que estaba haciendo, replicó: «¡Pero es verdad, yo lo dije!» Maestro de sí mismo, presumiendo de dar cátedra a partir de su propio saber (quien diga que la masturbación intelectual no existe no sabe de qué está hablando).
Cuentan que en cierta ocasión un maestro puso en evidencia a sus discípulos utilizando la siguiente estratagema. Entregó a cada asistente una hoja de papel, y les pidió que anotaran en ella la longitud exacta de la sala en la que se encontraban. La mayoría escribieron cifras cercanas a los cinco metros y algunos agregaron entre paréntesis la palabra «aproximadamente». Tras observar con detalle las respuestas, el maestro dijo: «Nadie ha dado la respuesta correcta.» «¿Cuál es?», preguntaron los alumnos. Y el maestro, dijo: «La respuesta correcta es: “No lo sé”.»38 He repetido este ejercicio infinidad de veces en terapia de grupo y no deja de sorprenderme el impacto que produce en las personas algo tan sencillo. En realidad, no hemos sido educados para aceptar la propia ignorancia sin avergonzarnos de ella. Obviamente, no estoy haciendo una apología de la barbarie; más bien intento mostrar que el «no sé» es liberador, porque nos aleja de la competencia narcisista y el afán de ganar a toda costa.
En relación con la obsesión de ganar por ganar, Schopenhauer39 afirmaba:
«La vanidad innata, especialmente susceptible en lo tocante a las capacidades intelectuales, se niega a admitir que lo que hemos afirmado resulte ser falso, y cierto lo expuesto por el adversario. En este caso, todo lo que uno tendría que hacer es esforzarse por juzgar correctamente, para lo cual tendría que pensar primero y hablar después.» (p. 15)
Pensar primero y hablar después... Cuando alguien nos contradice en algún foro o mesa redonda, lo que solemos hacer es anotar compulsivamente qué le vamos a contestar, sin esperar siquiera a que el otro termine de explicar sus ideas. La mente dogmática no escucha: no es receptiva, sino defensiva. Sus energías se orientan más a preparar el contraataque que a modificar los desaciertos. Es imposible que la información entre libremente en un sistema hinchado por la pedantería.
Debo confesar que cuando me invitan a dar una conferencia y leen mi currículum vítae me siento un tanto incómodo. Lo que en realidad me preocupa es que los asistentes se centren sólo en mi biografía (aunque no tenga nada de apabullante) y no en los contenidos que voy a exponer. Algunos conferenciantes me han expresado la misma inquietud. Es evidente que para muchos es más importante quién habla y no qué dice. Siempre he querido hacer un experimento sobre este tema, y lo comento por si alguien se anima a llevarlo a cabo. Se trata de invitar a un grupo de disertadores a un ciclo de conferencias «anónimas». Ubicarlos entre bambalinas y que empiecen a hablar sin que nadie haya leído sus respectivos currículum antes. De esta manera, el auditorio no estaría predispuesto a magnificar o menospreciar las ideas expuestas ya que si no podemos ver la pinta del conferenciante, ni sabemos de quién se trata, quizá apreciemos mejor el mensaje. Llegado este punto me asalta una pregunta: ¿qué pasaría si lo que escuchamos nos parece genial y después nos damos cuenta de que el invitado es alguien sin mayor formación? O al revés: ¿cómo nos sentiríamos si tras mostrarnos indignados por las «ridículas opiniones» del invitado nos diéramos cuenta de que es una eminencia en el tema?
Un profesor me dijo una vez: «No sé qué pasa, no encuentro discípulos.» Los dos nos quedamos en silencio un rato mientras tomábamos un café. Al rato le pregunté: «¿Y no será que necesitas un maestro?» Todavía me esquiva cuando me ve por los pasillos de la universidad.
¿Qué se opone a la arrogancia / soberbia? La virtud de la humildad, la cual consiste en reconocerse a sí mismo tal como uno es, sin sobrevalorase ni despreciarse. Si el descentramiento nos permite viajar hacia otra persona y conocerla, la humildad nos permite aprender de ella. La humildad libera a la mente de la agotadora y casi siempre innecesaria competencia, de querer ser más, de pavonearse, de recordarle al mundo lo que somos. La modestia, decía Jankelevich, «nos retiene en el camino recto de la inocencia». Yo diría que, además, nos acerca al asombro. No puede haber pensamiento flexible sin humildad.
35. Heráclito (2000). Los filósofos presocráticos. Madrid: Gredos.
36. Spinoza (1995). Ética. Madrid: Alianza.
37. Burns, D. D. (2006). Adiós, ansiedad. Barcelona: Paidós.
38. De Mello, A. (1993). Un minuto para el absurdo. España: Sal Terrae.
39. Schopenhauer, A. (2006). El arte de tener razón. Madrid: Alianza Editorial.
Extracto del libro:
El arte de ser flexible
Walter Riso