Érase una vez tres jinetes. El  primero,  completamente vestido de oro, brillaba como un sol. El  segundo,  vestido de blanco y plata, resplandecía. El tercero,  color de bronce, era gris de la cabeza a los pies.  Los tres frecuentaban el espeso bosque próximo  a Osaka.  Las  frías noches de invierno, los pobres leñadores les oían pasar. A veces vislumbraban las grandes espadas brillando bajo la luna. Y todos regresaban a sus casas aterrorizados. 
***
Una noche de año nuevo, el pobre Gohei temblaba de frío en su cabaña. Decidió arrancar algunas tablas para encender fuego. Apenas había levantado tres tablas cuando surgió ante él un viejecito,  al que había hecho salir de su escondrijo. 
-¿Quién eres, y qué hacías bajo el suelo de mi casa? 
-preguntó Gohei. 
-Soy el dios de los pobres y me había refugiado en tu casa para  pasar  tranquilamente   el invierno  --dijo   el  intruso. 
Gohei, que tenía buen corazón, le invitó a calentarse y a compartir  su modesta comida.  Cuando  el dios hubo vaciado   su escudilla,  se acarició  el estómago   con  satisfacción y declaró: 
-¡Ahora  me tomaría con gusto un vasito de sake! 
-No tengo sake-confesó    Gohei. 
-¡Cómo!    ¡Ni siquiera  una gota de alcohol para celebrar el año nuevo! 
-Te he ofrecido todo lo que tenía -dijo  Gohei-,     y no lo lamento -añadió-, pues hemos conversado   amigablemente  y es la noche vieja  más agradable que he vivido  en muchos años. 
-Eres  un buen chico --dijo  el dios  de los pobres-, pero  eres decididamente  demasiado   pobre,  incluso   para mí, y por eso voy a marcharme  de tu cabaña.  Pero antes te confiaré  un  secreto  que te permitirá,  si   quieres,  hacerte rico. 
-La próxima vez que pasen los tres jinetes, agarra un caballo por la brida y detenlo,  cueste  lo que cueste. 
Y tras decir estas palabras,   el dios  de los pobres se desvaneció  en el aire,  tan  rápidamente   que Gohei  casi creyó haber soñado. 
***
La noche siguiente,   Gohei,  temblando   pero decidido, se encontraba en medio del sendero que utilizaban  los tres jinetes.  Dieron las  doce. Los jinetes llegaron como un huracán. El primero iba vestido  con una larga  túnica  de oro, y llevaba la cara cubierta con una máscara tan horrible que Gohei dio un paso atrás; el segundo, de blanco  y plata, ya estaba allí, blandió una espada amenazadora  y pasó. El último caballero  era gris y apenas se le distinguía en la noche. 
Gohei  se arrojó  sobre  él,  agarró  las  riendas,   pero  el caballo se encabritó  y se soltó.  Y pronto  se apagó en la lejanía el galope de los tres jinetes. Desesperado,  Gohei regresó a su cabaña. Allí encontró al dios de los pobres: 
-¡   Gohei,  Gohei! ...  -dijo  éste  moviendo la  cabeza-, así que no quieres salir de tu miseria!   Escucha,  quiero concederte una última oportunidad. Esta misma noche, colócate en el camino de los tres jinetes. Trata de detener a uno de ellos. Si no lo consigues,  toda la vida serás un miserable. 
¡Lo  único que necesitas  es  VALOR!  Tu destino  está  en tus manos -Insistió. 
Y el dios desapareció, dejando en su lugar un humo ligero. 
***
Al día siguiente hizo menos  frío.  La tierra estaba embarrada.  Gohei,  que había repetido  cien veces los  gestos necesarios, tuvo miedo de resbalar. A medianoche,  sólidamente apuntalado en medio del sendero, esperaba, con todos los sentidos despiertos.  De pronto,  a lo lejos ...  el galope sordo  de los caballos.  El primero ya llegaba,  inmenso, dorado,  espantoso,  brillante bajo  el resplandor  de  la luna. 
Gohei separó los brazos. Dando  un brinco prodigioso,  el jinete  salvó el obstáculo y pasó. El segundo ya estaba allí. Gohei se lanzó  sobre las riendas,  pero le resbalaron  de las manos  en un  destello plateado.  Entonces  Gohei  decidió morir antes que dejar escapar al último jinete.  Cogió la brida del caballo gris, se agarró a ella, se aferró a ella con uñas y dientes,  se colgó de ella con todas sus fuerzas.  El caballero  levantó  su gran espada, el desgraciado cerró  los  ojos pero no soltó las riendas. El caballo  se llevaba a Gohei, lo arrastraba, lo sacudía como a un saco de arroz,  pero él  se guía resistiendo. Poco a poco, la marcha del caballo fue disminuyendo su velocidad. Gohei abrió los ojos, el jinete había desaparecido y en su lugar tenía en las manos unas alforjas llenas hasta el borde de monedas de bronce. 
Gohei nunca poseyó monedas de oro o de plata, nunca fue rico. Pero tuvo suficientes monedas de bronce para vivir decentemente. Se casó con una muchacha modesta y buena. Tuvieron muchos hijos y vivieron felices durante mucho, mucho tiempo. 
Los héroes, por excelencia, simbolizan el valor. Pero los criminales a veces también lo tienen. Extraña virtud, que tanto se une al mal como al bien, y sin la cual, sin embargo, las más bellas virtudes no son más que insignificancias ..., las otras virtudes no son nada. 
«Sin el valor --dice el maestro del Sesshin", el Zen es tan sólo un sueño de Zen». 
Extraído de:
La Grulla Cenicienta
Los más bellos cuentos zen
Henry Brunel
