Hace muchísimos siglos, más allá incluso del recuerdo, vivía en el estado de Jambdivida un joven médico, dotado con todos los talentos, al que unas penas de amor obligaron al exilio. Vagó durante largo tiempo por los caminos de la India y al final llegó a una provincia desconocida, donde decidió instalarse. Este médico era un hombre bueno, practicaba los «cuatro inconmensurables"11 y su compasión por todos los seres vivos respetaba la regla de las diez virtudes.
Una mañana de verano iba siguiendo un camino del campo cuando estalló una tormenta espantosa, seguida de un auténtico diluvio. Pronto los caminos, los campos y los bosques fueron invadidos por las aguas tumultuosas de un río salido de madre. El joven médico creyó que su última hora había llegado. En aquel momento una tabla, sin duda una puerta de templo arrancada de sus goznes, pasó junto a él; el joven se agarró a ella con energía, se subió encima y así se encontró provisionalmente a salvo. Mientras contemplaba el desastre, zarandeado sobre su trozo de puerta en medio de las aguas fangosas, vio un zorro, de pelaje rojizo oscuro, con la mirada apagada y la cola empapada y caída, que se ahogaba a unos metros de él. Se asomó lo más lejos que pudo fuera de su balsa improvisada y tendió la mano al zorro. El intento era peligroso, y el médico estuvo a punto de perder el equilibrio. Pero consiguió llevar el zorro sobre la tabla, a su lado.
*
Un poco repuesto de sus emociones, el zorro se sacudió, se secó y comenzó a tomarle gusto a la vida de nuevo:
-Señor -dijo-, soy un zorro importante y poseo una famosa madriguera en el bosque, que distinguís debajo de nosotros. Cuando las aguas se hayan retirado, os invitaré a mi casa.
Y, satisfecho de su discurso, se tumbó cuan largo era, mientras su cola en forma de penacho batía el aire, y se las arregló para ocupar él solo dos tercios del lugar disponible. El médico no dijo nada. Observaba las aguas sucias y fangosas, que arrastraban desechos heteróclitos: trozos de madera, cadáveres de animales ... el espectáculo era lamentable. Al joven se le encogía el corazón al verlo. De pronto distinguió una serpiente pitón que trataba desesperada- mente de mantenerse a flote. Tendió espontáneamente la mano para socorrerla, pero el zorro, levantando su hocico puntiagudo, exclamó:
-Querido señor, ¿habéis perdido la razón? Dejad que ese horrible reptil se ahogue. No hay suficiente espacio en esta tabla para los tres.
El médico se obstinó y consiguió sacar del agua a la joven serpiente. Apenas salvada, ésta se deslizó voluptuosamente entre las rodillas de su protector, que puso una mano amistosa sobre su piel cálida y abigarrada, suave como la seda. Y la serpiente pitón, con su ágil lengua girando fuera de su boca, tendió hacia el médico su cráneo triangular, pidiendo una caricia:
-¡Cuidado!-refunfuñó el zorro- ¡Si se retuerce de ese modo, este animal acabará por hacernos zozobrar!
-No os preocupéis, se dormirá plácidamente en mi regazo.
El zorro se encogió de hombros y volvió a tenderse al sol. Las horas pasaron lentamente. Hacia mediodía, las aguas empezaron a descender. Al anochecer ya se habían retirado por completo. El zorro, que había recuperado su humor cortés, dio largamente las gracias al médico. A la joven serpiente pitón, que había hecho una siesta muy agradable, le costó abandonar a su nuevo amigo. Pero finalmente el extraño grupo se separó y cada uno regresó a sus asuntos, a su vida.
*
Pasaron tres años en el reloj de arena del tiempo. El joven médico había tenido éxito más allá de sus esperanzas. La protección de un gran señor, al que había curado de una horrible hinchazón en la pierna, le valió una rica clientela. Seguía siendo bueno y compasivo, atento con la gente pobre, a la que atendía a menudo sin reclamar ningún pago. En una palabra, todo el mundo le respetaba y le amaba. Todo el mundo salvo uno de sus colegas ... El doctor Morosuke había esperado durante largo tiempo obtener los favores del gran señor y había fracasado. La envidia le devoraba. Una mañana fue a ver al administrador de la ciudad:
-Excelencia -dijo-, tengo que llamaros la atención sobre uno de mis colegas, llegado a esta ciudad hace tres años, el día de la terrible inundación. ¡Viajaba con un zorro y una serpiente pitón! Y, detalle todavía más inquietante, los tres iban subidos en la puerta de un templo. Después embaucó a uno de nuestros grandes señores, sin que se sepa cómo. Todo eso huele a brujería. Si a nuestro buen príncipe, al que veo algunas veces ... -dijo con una sonrisa modesta-, le informaran de que aquí se protege a un brujo declarado ...
El gobernador era un hombre prudente. Hizo detener al joven médico y arrojarlo a una mazmorra, donde fue olvidado. La noticia de esta detención no tuvo mucho eco, e incluso el gran señor, que en aquellos momentos se encontraba de maravilla, tenía otras cosas en qué pensar. Pero al cabo de unas semanas el relato de las desgracias del joven médico llegó al bosque. El zorro fue el primero en enterarse, y enseguida informó a la serpiente pitón. Esta última había crecido considerablemente; en aquella época medía tres metros y noventa y dos centímetros y pesaba cincuenta y tres kilos. Exclamó impetuosamente:
-¡Maese zorro, nosotros le salvaremos! ¡Aunque tenga que asfixiar entre mis anillos a la mitad de los habitantes de esta ciudad!
-Vamos a imaginar un ardid -dijo el zorro-. La señora Hermelina está a punto de dar a luz, y siempre hace falta un médico hábil -masculló. -En una palabra -prosiguió en voz alta-, si estáis disponible, vayamos ahora mismo a la ciudad.
La serpiente pitón desenrolló sus anillos a la velocidad del rayo y se puso en camino tan rápidamente que el zorro, sin aliento, le gritó:
-¡Poco a poco, querido amigo, no podremos hacer nada antes de la noche!
Ocultos en la espesura, el pitón y el zorro esperaron que la oscuridad inundara las calles y las casas. Se habían instalado cerca de la residencia del administrador. Cuando se hizo de noche, la serpiente pitón penetró en la casa, se deslizó hasta la habitación en la que dormía el gobernador, le mordió cruelmente en el pie izquierdo y huyó silenciosamente. Por la mañana el administrador tenía un pie que había triplicado su volumen y le hacía sufrir atrozmente.
Llamó a los mejores médicos de la ciudad, que se mostraron impotentes para aliviar sus dolores.
-Excelencia -dijo el más anciano-, estamos ante un mal extraño. Deberíamos consultar a los astrólogos, quizá ...
-Estamos desarmados ante esta enfermedad desconocida ... -suspiró un segundo médico.
Se hizo el silencio entre los reunidos. Entonces una voz apagada, que venía de un médico medio oculto bajo una gran hopalanda, sugirió:
-He oído decir que el joven colega que llegó a nuestra ciudad el día de la inundación conoce el remedio para esa enfermedad, que es común en su país.
Fueron a buscar al médico en su prisión.
Advertido en secreto por sus amigos de la causa del mal, curó al administrador. Éste le restituyó su honor y le devolvió sus bienes. Buscaron al médico de la hopalanda para darle las gracias. Pero ya hacía mucho tiempo que el zorro y el pitón habían regresado al bosque.
En los monasterios zen, todas las noches, tras el Zazen, se salmodian, con el acompañamiento de un tambor de madera, mokugyo, y un gong, keisu, los «cuatro inconmensurables». El primero de ellos se enuncia así:
Por numerosos que sean los seres vivos, hago el voto de salvarlos a todos.
Es el voto de la Compasión.
Extraído de:
La Grulla Cenicienta
Los más bellos cuentos zen
Henry Brunel
Fotografía del internet