Un moño alto, unas cocas en forma de ala de fénix que recogían su cabello de azabache, unas mejillas de porcelana, unos pies delicados. Choei-Yun tenía quince años, y el talle tan fino que al menor soplo uno temía que se fuera volando.
En el Pabellón Azul era la más solicitada de las cortesanas.
Una hora en su deliciosa compañía costaba tres monedas de oro. Su madre cuidaba de ello celosamente.
Pero es cierto que cantaba como el ruiseñor, sus dedos os rozaban como el rocío, y la mirada de sus ojos negros ya era una caricia. La gente acudía de lejos a la pequeña ciudad de Yu-Hang para admirarla. Servía el té, tocaba la cítara, e incluso jugaba al ajedrez con aquellos cuya bolsa era modesta.
Sólo los ricos mercaderes y algún mandarín que estuviera de paso la seguían a sus habitaciones privadas.
Entre sus admiradores había un apuesto joven pobre, un artista, que la miraba de lejos con fervor. Un día consiguió reunir bastante dinero para poder ofrecer a Choei-Yun un modesto regalo. Se adelantó en medio de los pretendientes.
Sus miradas se encontraron por un breve instante, y al momento una dulzura desconocida invadió sus corazones. Huo tenía un poema en la mano. Se lo dio a la muchacha. Ella lo tomó sin decir una palabra. Al día siguiente él estaba allí, pero ya no tenía suficiente dinero para ofrecerle un regalo, y no pudo acercarse. La terrible madrastra vigilaba. Un cuadro que vendió permitió finalmente a Huo comprar un regalo honorable. Fue autorizado a tomar el té en compañía de su amada. Hablaron poco, y siguiendo el ritual, pues todos les observaban.
Pero, al inclinarse con una sonrisa para darle a entender que la conversación había llegado a su fin, Choei-Yun deslizó un billete en la mano del joven. Con el corazón latiéndole fuertemente, Huo lo leyó en cuanto no hubo nadie que le viera.
En el billete estaba escrito:
Otoño de lluvia y de viento.
Melancolía.
De pronto aparece mi amigo
y mi corazón se cura.
Y unas líneas más abajo descifró un segundo poema, que le conmovió hasta las lágrimas:
Los barqueros llaman a los viajeros.
Algunos cruzan, yo no.
Algunos cruzan ... , yo no.
Todo estaba dicho. El amor, la esperanza, la promesa.
Dos días más tarde, consiguió hacer llegar a Choei-Yun su respuesta:
Invierno helado,
Caminos nevados.
Si sois mi tierna amiga,
cogidos de la mano haremos el camino.
***
Cuando se presentó en el Pabellón Azul, Huo fue abordado por una sirvienta:
-Seguidme -le dijo.
Atravesaron la multitud. Choei-Yun le esperaba, instalada en su lugar habitual:
-Concedo una conversación privada a este joven -explicó-por un regalo secreto que me hizo.
Los hombres que la rodeaban se inclinaron. La muchacha rogó a Huo que se sentara a su lado:
-¿Queréis pasar la noche conmigo -le preguntó- para hablar y conocernos mejor?
-¡Ay! -respondió Huo- he agotado mis escasos recursos, no soy más que un pobre letrado. La intimidad de vuestro cuerpo es para mí un sueño maravilloso, e inaccesible.
Entonces se callaron, sentados tristemente uno al lado del otro. Pronto intervino la madrastra. Hizo una seña a Choei-Yun; un rico mercader la reclamaba. Los dos jóvenes se separaron. Huo, abrumado, decidió no volver nunca más al Pabellón Azul. Dirigió a su amada este último poema:
Mientras comamos el arroz
de este mundo,
estaremos separados.
En nuestra tumba, finalmente,
dormiremos juntos",
Una semana más tarde Huo abandonaba la ciudad. Y los meses pasaron en el reloj de arena del tiempo.
***
Un atardecer de invierno, la nieve caída en abundancia lo había revestido todo de silencio. En el Pabellón Azul había pocos clientes. Se presentó un extraño visitante que llevaba vestidos desconocidos en la región. En la mano derecha llevaba un anillo adornado con una serpiente dragón de ojos amarillos. El hombre era rico y obtuvo sin dificultad una entrevista con la perla de las cortesanas: Choei-Yun. Ésta empezó a tocar para él con la cítara una melodía melancólica, acompañándola con su voz melodiosa.
El visitante la miraba con bondad. De pronto levantó un dedo y lo puso sobre la frente de la joven al tiempo que decía dos veces estas palabras:
Lástima, lástima.
Y se marchó, tan misteriosamente como había llegado.
Por la noche, al acostarse, Choei-Yun vio en su espejo una mancha negra, que había aparecido en el lugar de la frente en que el extranjero la había tocado. Se lavó con energía, pero la mancha no se borró. Durante los días siguientes se extendió, al contrario, por toda la cara. Unas semanas más tarde, Choei-Yun, con la cara negra y agrietada como la de un demonio, había perdido su belleza. En lo sucesivo los clientes se negaron a pagar para verla u oírla cantar. Se convirtió en un objeto de horror. La madrastra la sumergió por completo en una tina, la insultó, la pegó. Todo fue inútil. Entonces condenaron a la desgraciada a realizar las tareas más bajas: pinche de cocina, fregona y víctima de las más humildes sirvientas, tenía que dormir aparte sobre un montón de basura.
***
Una mañana, Huo se enteró por boca de un viajero de la historia extraordinaria de una cortesana de la pequeña ciudad de Yu-Hang. Preguntó por su nombre. Cuando conoció el desamparo en que había caído su tierna amiga, vendió todos sus bienes, e incluso un campo que había recibido en herencia. Se presentó en el Pabellón Azul y propuso a la madrastra el rescate de su hija. La madrastra accedió a ello, contenta de desembarazarse de un monstruo.
Se fueron en silencio. Choei-Yun había ocultado su rostro bajo su manto.
Vivían felices. Pero Choei-Yun no se consolaba del hecho de tener que ofrecer a su amado el espectáculo de su rostro de demonio:
-¡Oh, esposo mío, mi señor, mi cielo! -decía- ¡Cómo me gustaría presentarte un rostro más decoroso!
Huo la tranquilizaba, pero a veces sufría por tener que ocultar a su esposa, y todo el mundo murmuraba que semejante fealdad era el castigo de los dioses por alguna fechoría horrible. Todos los meses iba a la gran ciudad para vender los cuadros que pintaba. Un día encontró a un hombre extraño, que llevaba en el índice de la mano derecha un anillo en el que estaba grabada una serpiente dragón de ojos amarillos.
-¿Por qué pintáis mujeres sin rostro? -preguntó bondadosamente el extranjero.
Huo, que se sentía el corazón un poco oprimido, contó su historia.
-Soy médico -dijo el hombre-¿me permitiríais probar con vuestra esposa una receta de la que poseo el secreto?
Huo aceptó, con la condición de que Choei no descubriera su negra cara. El hombre fue a su casa. Se hizo traer un barreño lleno de agua, en la que trazó con su índice unos signos misteriosos.
-Que vuestra esposa se lave con esta agua -dijo-, y recuperará su rostro de antes.
Choei- Yun así lo hizo. Volvió a ser tan bella que la luz del sol palidecía ante el nácar de sus mejillas. Marido y mujer dieron efusivamente las gracias a su benefactor. Éste había desaparecido, y supieron que era un inmortal".
***
Sea cual sea el velo de las apariencias, el Zen va directamente al corazón de lo esencial.
Esta misma tierra es el país del loto de la pureza y este mismo cuerpo, bello o desfavorecido, es el cuerpo de Buddha.
Sentencia zen
Extraído de:
La Grulla Cenicienta
Los más bellos cuentos zen
Henry Brunel
Fotografía del internet