El pensamiento normativo se alimenta de una serie de mandatos aparentemente irrevocables (y se esconde detrás de ellos) para justificar su conformismo y evitar la entrada de lo nuevo en escena.
Tres de estas distorsiones que fomentan la resistencia al cambio:
1) resignación normativa: «Nada va a cambiar»;
2) fatalismo conformista: «El cambio no es conveniente»; y
3) baja autoeficacia: «No seré capaz de enfrentarme a lo que viene.»
RESIGNACIÓN NORMATIVA: «NADA VA A CAMBIAR»
La resignación normativa tiene que ver con un pesimismo de línea dura frente al cambio: «Si todo va a seguir igual, ¿para qué intentar modificar lo inmodificable?» Los resignados normativos no mueven un dedo ni colaboran, y utilizan tácticas pasivoagresivas para reafirmar su resistencia al cambio. Pero si el cambio que, supuestamente, no podía ocurrir empieza a concretarse, no saben cómo reaccionar. Algunos hacen mutis por el foro y unos pocos, a regañadientes, aceptan que la modificación ha sido posible. Duela a quien duela: las personas cambian (no todas, pero sí muchas), las organizaciones cambian (lo hacen o desaparecen), los gobiernos cambian (o los cambian), los gustos cambian, los amores sufren mutaciones o se agotan, el sexo se transforma (aunque algunos siguen ensayando la misma posición, a la misma hora, en el mismo lugar y luego preguntan qué estará fallando en la relación), el paisaje se altera, la piel cambia. En fin, la vida misma es un movimiento profundamente variable; y en esa variación constante ella nos enseña que nada permanece igual, tal como afirmaba Buda.
Uno de mis tíos hacía el mejor pasta e fagiolli (frijoles con pasta corta) que podía cocinarse. Entre otros muchos ingredientes, la receta napolitana original lleva abundante tocino y albahaca fresca. Es un plato con muchas calorías, porque se sazona con bastante pimienta y se acompaña con cebollas crudas por encima. Por distintas razones, yo empecé a utilizar panceta ahumada y albahaca seca. Cuando mi tío se enteró de los cambios que yo había introducido en su receta, no le hizo ninguna gracia. Sus razones eran dos: la afrenta moral (faltarle al respeto a una de las más importantes tradiciones napolitanas) y la estrictamente culinaria (el plato perdería el gusto típico que lo caracteriza). Cualquier intento de modificar la receta original era poco menos que un atentado al pudor y una burda imitación: «Non e lo steso» (no es lo mismo), me decía en tono solemne. En resumidas cuentas, la suerte estaba echada: era imposible mejorar la «perfección» lograda por años y años de disciplina gastronómica.
Un día de invierno que había nevado vino a almorzar a mi casa, y aproveché para servirle de contrabando mi «falsificación». Le serví una buena cantidad y le dije que no se preocupara, que el plato estaba hecho a la vieja usanza. Devoró dos enormes porciones y se chupó los dedos: «¡Buenísimo!». Sin embargo no fui capaz de sostener la mentira y al rato le confesé la verdad: «Panceta ahumada y albahaca seca.» Él, que era un hombre inteligente, comprendió que la evidencia no podía refutarse y, entre bromas, reconoció que, en realidad, aunque no alcanzaban el nivel óptimo, eran «casi» iguales a los auténticos pasta e fagiolli. Con el tiempo, su visto bueno avaló la variación en la receta, que fue aceptada por la familia y por otros napolitanos de la comunidad.
Extracto del libro:
El arte de ser flexible
Walter Riso
Fotografía tomada de internet