Le cayó muy simpático. Caetano no lo conocía. El muchacho, que andaba por la playa vendiendo cangrejos, lo invitó a dar una vuelta en su barca:
—Me gustaría —dijo Caetano—, pero no puedo. Tengo cosas que hacer. Compras, trámites...
Y en barca fueron. Recorriendo la ciudad por sus orillas, fueron al mercado y al banco y al correo y a todos los lugares donde Caetano debía ir. De cuando en cuando se detenían, por el puro gusto, a contemplar Bahía desde la bahía, y era una fiesta demorarse flotando.
Así, Caetano Veloso fue descubriendo una ciudad nueva. El la conocía, y muy mucho, pero no sabía que la conocía de espaldas. Nunca la había andado así, desde lo mojado, desde lo callado. Una ciudad era la ciudad caminada por las calles donde la gente no puede estarse quieta, luces que bailan, colores que gritan, y otra ciudad, muy otra, era la ciudad navegada por las silenciosas aguas donde no hay más alboroto que el de la espuma. Vista desde la barca, Bahía también era una barca, una serena barca disfrazada de tierra loca por lo mucho que le gustan los disfraces. Las calles no morían en la mar: en la mar nacían. En la mar no estaban las afueras de Bahía de San Salvador, sino sus adentros.
A la caída de la tarde, la barca devolvió a Caetano a la playa donde lo había recogido. Y entonces Caetano quiso saber cómo se llamaba aquel muchacho que le había revelado la otra ciudad. De pie sobre la barca, el cuerpo negro brillando a la luz del último sol, el muchacho dijo su nombre:
—Yo me llamo Marco Polo. Marco Polo Mendes Pereira.
Tomado de:
Cuentos de Galeano en la Jornada
Eduardo Galeano
Fotografía de internet