Era verano, era el tiempo de la subienda de los peces, y hacía ciento veinticinco veranos que don Francisco Barriosnuevo estaba allí.
—El es un comeaños —dijo la vecina—. Más viejo que las tortugas.
La vecina raspaba a cuchillo las escamas de un pescado. Don Francisco bebía un jugo de guayaba. Gustavo, el periodista que había venido de lejos, le hacía preguntas al oído.
Mundo quieto, aire quieto. En el pueblo de Majagual, un caserío perdido en los pantanos, todos los demás estaban durmiendo la siesta.
El periodista le preguntó por su primer amor. Tuvo que repetir la pregunta varias veces, primer amor, primer amor, PRIMER AMOR. El matusalén se empujaba la oreja con la mano:
—¿Cómo? ¿Cómo dice?
Y por fin:
—Ah, sí.
Balanceándose en la mecedora, frunció las cejas, cerró los ojos:
—Mi primer amor...
El periodista esperó. Esperó mientras viajaba la memoria, destartalado barquito, y la memoria tropezaba, se hundía, se perdía. Era una navegación de más de un siglo, y en las aguas de la memoria había mucho barro, mucha piedra, mucha niebla. Don Francisco iba en busca de su primera vez, y la cara se le contraía como un puño.
El periodista desvió la mirada, cuando descubrió que las lágrimas estaban mojando los surcos de esa cara estrujada. Y entonces don Francisco clavó en la tierra su bastón de cañabrava y empuñando el bastón se alzó de su asiento, se irguió como gallo y gritó: ¡Isabel!, gritó:
—¡Isabeeeeeeel!.
Tomado de:
Cuentos de Galeano en la Jornada
Eduardo Galeano
Fotografía de internet