Román Morales emprende la travesía del salar de Uyuni. Se echa a caminar al amanecer, desde las orillas donde las vicuñas detienen su paso y los cóndores su vuelo. Y a poco andar, pierde de vista las últimas señales de la tierra.
Más de un caminante ha sido tragado por estas inmensidades, y Román lo sabe. El sabe que el salar, el desierto de sal más grande del mundo, ha nacido del rencor. En el principio de los tiempos, ésta fue una vasta mar de leche agria. Cuando Tunupa, la montaña, perdió a su hijo, se vengó regando la leche de sus pechos sobre las cumbres del mundo, que fueron de odio inundadas.
Cuanto más camina Román, más miedo siente. Metido en el fulgor, pasa las horas, la mañana, el mediodía, la tarde, mientras crujen los cristales de la sal bajo sus botas, y después de mucho andar quiere volver, pero no sabe cómo, y quiere seguir, pero no sabe adónde. Por mucho que se restregue los ojos, no consigue encontrar el horizonte. Ciego de luz blanca, camina sin ver, a través de la blanca nada.
Y se desploma. Cae de rodillas al suelo o al cielo, suelo de sal, cielo de sal, y las lágrimas saladas le cruzan la cara rajada por los soles que la sal refleja. Y por primera vez, Román escucha que su boca está suplicando, su boca suplica al desierto, con voz de otro:
—No me mates.
Y entonces las piernas, piernas de otro, se levantan y siguen caminando. Varias veces Román cae, pero cada vez que va a desmayarse, las piernas se alzan, por su cuenta, y continúan este viaje sin vuelta. Y cuando la noche llega, Román escucha nuevamente esa voz desconocida que de su boca sale, la voz que ahora ruega a las estrellas:
—No me dejen solo.
Y las piernas lo llevan a través de la noche y todo a lo largo del nuevo día. Y mucho después, después de mucho tropezar y caer, después de mucho caer y levantarse, súbitamente las piernas dejan de andar. Tumbado en el suelo de sal, Ramón alza la cabeza, parpadea, y ve: allí nomás, cerquita, está la aldea de Atulcha. En esa aldea, en esas cuatro casas, acaba la mar de sal, y acaba el viaje.
Mirándose las botas, que la sal ha comido a mordiscones, Román se pregunta:
—¿Quién ha cruzado el desierto? ¿Quién fui, quién habré sido?
Una bandada de flamencos, ráfaga rosada, le da la bienvenida.
Tomado de:
Cuentos de Galeano en la Jornada
Eduardo Galeano
Fotografía de internet