domingo, 14 de abril de 2019

EL PADRE AUSENTE








1. El padre ausente





La ausencia masculina en los procesos de crianza es indiscutible. Impulsados por los ya mencionados ideales de estatus, éxito y logros materiales, los padres emigramos al mundo de la competencia y olvidamos la familia. Muchas veces, cuando tomamos conciencia del distanciamiento, el mal ya está hecho. Algunos de mis pacientes necesitaron de un infarto o un cáncer para darse cuenta de algo tan elemental. Si los padres hombres hiciéramos la cuenta del tiempo real que dedicamos a nuestros hijos, entraríamos en sopor. Por "tiempo real" entiendo estar con los cinco sentidos puestos y toda la atención disponible para ellos. Lo triste es que el retiro físico produce retiro afectivo. El refrán: "Ojos que no ven corazón que no siente", no sólo es aplicable a los celos.





A diferencia de lo que antes se pensaba en psicología, hoy sabemos que la asistencia y el cuidado paternal son determinantes en las primeras etapas del desarrollo infantil, tanto en animales como en humanos. Los cariños de mamá son imprescindibles, pero si además están los de papá, mejor. Los estudios etológicos muestran que los cachorros de distintas especies, criados por ambos padres, sobreviven mejor y crecen más rápido que aquellos criados solamente por la madre. En el mundo civilizado ocurre algo similar.





Es a partir de los quince meses en adelante cuando el niño busca la referencia masculina, el otro espejo del que hablábamos anteriormente. Si encuentra a un papá sensible y cariñoso, el alivio es evidente: "Al fin, otro igual que yo", pero si lo encuentra a medias, es decir, física pero no psicológicamente, se ve obligado a movilizar otras energías compensatorias, que hacen más daño que bien.





Evidentemente, ciertos aprendizajes masculinos se facilitan considerablemente si el padre está presente. Hay cosas que, aunque muchas madres las hacen bastante bien, los padres podemos hacerlas mejor. Por ejemplo: responder ciertos interrogantes sobre el desempeño sexual masculino, las preocupaciones que surgen de la socialización con otros niños varones, los miedos frente a la derrota y el fracaso, la conquista femenina, la mejor manera de jugar algunos deportes, los complejos masculinos, en fin, la lista sería interminable. No obstante, pese a la importancia del papel del padre como "educador", la amistad de éste con los hijos es muy importante, sobre todo con los hijos del mismo sexo. El compañerismo y la "complicidad" de género bien entendida, fortalecen y aceleran los procesos de aprendizaje social, producen menos prevención hacia las personas del mismo sexo, y amplían el rango de comunicación interpersonal. Cuando un padre varón se despoja de su papel aséptico de "transmisor de conocimientos"o "papá proveedor", y se acerca a su hijo desde una experiencia más vivencial y humana, todo resulta más fácil. Ahí, la masculinidad no es ya una especulación conceptual ni literatura barata, sino sentimiento en acción. Parafraseando al biólogo Maturana: "Los valores se contagian al vivirlos". La paternidad sólo existe y se realiza en la convivencia, lo otro es puro "bla bla".





Un relato personal puede servir de ejemplo. Mi padre era un hombre extremadamente trabajador, y por lo tanto ausente. Era viajante de comercio y se movía de correría en correría. Algunas veces, cuando me daba "papitis", intentaba traspasar la atmósfera de silencio que lo envolvía, pero sin resultado alguno. Él no me dejaba entrar con facilidad, ni yo persistía demasiado en el intento. En realidad, me daba miedo conocerlo porque no sabía cuánto dolor iba a encontrar. Nuestra relación siempre estaba mediada por un espacio invisible, por una película aislante de parte y parte, que nos prohibía estar juntos. Desde esa distancia era imposible, para mí, acceder a su experiencia y enriquecer la mía: era difícil aprender de él.





Pero en esta historia de relación hay un antes y un después.Una noche cualquiera, él estaba en el balcón tomando aire, yo había terminado de estudiar y me senté a su lado. Al cabo de un rato le pregunté si le pasaba algo porque lo veía muy pensativo, él me contestó que no me preocupara, que todo estaba bien. Pero yo lo veía triste y metido en la madeja de sus pensamientos. Le hablé de unas cuantas cosas sin importancia y volví a insistir sobre su semblante fatigado. Después de unos instantes de mutismo compartido, me confesó que teníamos que entregar el apartamento porque ya no podía pagar las cuotas, y me pidió que le guardara el secreto y que no le fuera a decir nada a mis hermanas ni a mi mamá. Como es obvio, no supe qué decir. A los trece años no hay mucho que opinar y menos sobre un tema así. De nuevo opté por la prudencia del silencio, hasta que al cabo de unos minutos, para mi sorpresa total, irrumpió abruptamente en llanto. Sin vergüenza alguna, como si yo no estuviera presente, con la indecencia que sólo otorga el sufrimiento, lloró como lo hubiera hecho yo o cualquier otro niño.





Me asusté muchísimo. Ver llorar a un hombre adulto impacta, aún no estamos acostumbrados, pero ver llorar al padre espanta. Por fin, entre tímido y compasivo, atiné a ponerle la mano sobre el hombro y más tarde, cuando acumulé coraje, logré abrazarlo con fuerza y quedarme así un rato, pegado a él. Esa noche me contó muchas cosas de su vida, sus viejos amores (yo pensaba que nunca había tenido uno), su juventud, sus aspiraciones, sus desengaños, sus locuras de juventud, sus alegrías y sus inseguridades. Desempolvó los archivos del pasado y me los entregó. La capa de dureza que nos había separado por años había desaparecido. Su masculinidad y la mía, al fin, habían hecho contacto. Pese al dolor y las lágrimas, esa noche fue mágica porque descubrí al papá hombre, le miré el alma cara a cara, y precisamente en ese instante comencé a comprenderlo. Cuando me abrió su corazón me convertí en su amigo y él en mi maestro.





De todas maneras, tuvimos que dejar el apartamento y la vida siguió su curso. Aunque nunca fuimos íntimos, porque a veces la soledad nos distanciaba, las puertas siguieron abiertas de par en par. Si queríamos las cruzábamos, si no, ahí estaba la opción. La verdadera amistad no es otra cosa que eso: una alternativa afectiva dispuesta a ser activada en cualquier instante que se necesite. Si está posibilidad existe entre padre e hijo, se vuelve indestructible, tierna y casi milagrosa.








Extracto tomado del libro:


Intimidades masculinas


Walter Riso


Imágenes tomadas de internet