El deseo irresistible y désbocado por las mujeres es una realidad que afecta a la generalidad de los hombres. La gran mayoría de los varones, tarde que temprano, nos rendimos al incontenible impulso que nos induce, sin compasión y desalmadamente, no ya a la reproducción sino al placer del sexo por el sexo. La dependencia sexual masculina se hace evidente en el erotismo que tiñe prácticamente toda nuestra cultura: la demanda es desesperada y la oferta no tiene límites. El incremento alarmante de violaciones, prostitución, abuso infantil, acoso sexual y consumo masivo de pornografía violenta, entre otros indicadores, evidencian que en el tema de la sexualidad algo se nos salió de las manos. La prevalencia de parafilias (un tipo de trastorno sexual) que se producen violentamente y contra la voluntad de las otras personas, como el sadismo sexual y la pedofilia (preferencia sexual por los niños), ha aumentado ostensiblemente. Los hombres mantenemos un liderazgo definitivo en esto de las desviaciones sexuales, ya sean peligrosas, simpáticas o inofensivas. En el masoquismo, que es donde menos mal estamos, aventajamos a las mujeres en una proporción de 20 a 1. Las otras alteraciones como el exhibicionismo, el fetichismo (actividad sexual compulsiva ligada a objetos no animados como ropa, zapatos, lencería de mujer, etc.), el voyeurismo (observar ocultamente actividades relacionadas con lo sexual), el travestismo, y el sadismo y la pedofilia que ya nombré, no parecen existir en el 99% de las mujeres. Por el contrario, los llamados trastornos del deseo sexual, es decir, desgano por el sexo, son mucho más frecuentes en mujeres que en varones.
Si algún osado varón decide eliminarlo de una vez por todas, sin cirugías y a plena voluntad, la tarea suele quedarle demasiado grande; nadie está exento. Mientras una mujer promedio puede estar tranquila durante meses sin tener sexo, el varón normal, al mes o mes y medio, empieza a sentir cierta inquietud interior que luego se transforma en incomodidad, y más tarde en barbarie. La libido comienza a nublarle la vista y a maltratar su organismo, e incluso su inteligencia comienza a debilitarse. Un mal humor y cierta quisquillosidad imposible de ocultar afectan su entorno inmediato, sobre todo cuando amanece. La mayoría de los hombres, salvo honrosas excepciones como los eunucos y algunos célibes, no sabe ni puede vivir sin esta tremenda fuerza vital funcionando. El sexo nos quita demasiado tiempo y energía. Si esto no es adicción, se le parece mucho. La famosa frase de Cesare Pavese: "Los hombres estamos locos, la poca libertad que nos concede el Gobierno, nos la quitan las mujeres", adquiere especial significado en lo que a sexualidad se refiere.
La nueva masculinidad quiere canalizar esta primitiva y encantadora tendencia. Jamás eliminarla, no está de más la aclaración, sino reestructurarla, reacomodarla y tener un control más sano sobre ella. No estoy hablando de ”asexualizar" al varón, eso sería desnaturalizarlo; el sexo nos gusta y eso no está en discusión. A lo que me refiero es a romper la adicción, a querer más nuestro cuerpo y a diluir un poco más el sexo en el amor, a ver qué pasa. Ni la restricción mojigata, aburrida y poco creativa que maligniza y flagela la natural expresión sexual, ni la decadencia de la sexualidad manifestada en un afán compulsivo y desordenado por el éxtasis, que no nos deja pensar y nos arrastra a la humillación.
Tres aspectos han colaborado para que la adicción y la decadencia de la sexualidad masculina sea una realidad: el antropológico-social, el cultural~educativo y el biológico. Aunque todos están entrelazados, los separaré para que puedan verse mejor.
Un primer factor lo encontramos en el culto al falo. Desde tiempos inmemoriales y en casi todas las culturas, estatales, tribales y preestatales, han existido ceremoniales de veneración al miembro masculino, a su tamaño y a sus funciones mágicas. La mitología griega y romana está llena de enredos amorosos donde los dioses varones hacen uso y abuso de sus atributos sexuales. También muchas divinidades menores y criaturas eróticas, como los sátiros y los silenos, los faunos perseguidores incansables de las ménades y los Hermes, eran marcadamente fálicas. Pero, sin lugar a dudas, los mayores adoradores del falo fueron los romanos. La fiesta anual del dios Liber estaba representada por un tronco en forma de falo, al igual que el Matunus Tununus, que concedía fertilidad a las recién casadas. Un dios especialmente reconocido en el panteón romano era Príapo, hijo deVenus y Baco (el de las famosas bacanales), cuya imagen física marcadamente desproporcionada dejaría boquiabierto a más de un experto en efectos especiales. Incluso, en su honor se le ha dado el nombre de priapisrno a una enfermedad que consiste en la erección constante y dolorosa del pene, que puede durar horas y que necesita intervención médica. Los amuletos de apariencia fálica eran de uso común, y el mejor antídoto contra el mal de ojo. Se consideraba, además, que cualquier objeto en forma de falo, colocado sobre las puertas de las casas, ejercía un papel protector. La representación del pene erecto aparecía en toda la decoración hogareña romana y por la ciudad entera, pero no obstante, su utilización no obedecía a intenciones pornográficas, sino a la creencia de que el falo era un símbolo saludable de vida.
La adoración fálica adoptó distintas formas rituales a lo largo de la historia. En ciertos puebla~primitivos, y no tan primitivos, las mujeres se frotaban sobre unas piedras verticales fijas llamadas menhires, para aumentar así su fertilidad. Las culturas precolombinas y americanas están plagadas de figuras fálicas, destacando su poder sanador y milagroso. El pene también a veces se involucraba en las batallas; los historiadores relatan cómo los guerreros celtas se lanzaban al ataque totalmente desnudos y con sus miembros viriles en erección, como prueba de vigor y potencia, con el objeto de impresionar a sus enemigos (algo similar ocurre en los primates). En épocas más recientes, la veneración fálica se hizo más sutil. Pareciera existir un efecto paradójico: cuando la cultura reprime o intenta bloquear excesivamente la sexualidad, ella se desvía a formas más indirectas de expresión artística, religiosa y social. Por ejemplo, en la Inglaterra victoriana, bajo el imperio de la flagelomanía, las modas resaltaban exageradamente las figuras femeninas mediante el uso de corsés y prendas superajustadas que hoy podrían escandalizar a más de una señora. A su vez, los diseños mobiliarios estaban sobrecargados de curvas sinuosas, eróticas y evidentemente sensuales. La sexualidad es el instinto que menos se doblega.
Muchos pensadores, religiosos, científicos y filósofos también han contribuido a la devoción fálica.
Algunos, como Aristóteles, llegaron a atribuir al semen propiedades celestiales, considerándolo un fluido metafísico y la esencia misma de la vida y la identidad. En esa época el pene se convirtió en el parlador de los fluidos quinéticos en estado puro: una expresión de la divinidad. La mujer era considerada un simple reservorio material, un mal necesario para que el varón pudiera transmitir el alma. La personal¡dad y los caracteres heredados sólo eran responsabilidad del sagrado líquido masculino.
Otros, como San Agustín y Leopardo da Vinci, le achacaban al pene vida propia y alertaban sobre los peligros y otras consecuencias interesantes si el falo actuaba según su voluntad. El primero, unos mil años antes, más recatado y religioso, aconsejaba control voluntario a discreción y procreación sin placer para controlar al pequeño travieso. El segundo, más científico y desfachatado, sugería menos vergüenza y más exhibicionismo masculino: vestirlo y adornarlo como si se tratara de una personita, y pasearlo con orgullo. Pero tanto para uno como para el otro, el pene era algo que poseía vida propia, y algo de razón tenían si consideramos que la erección es un fenómeno puramente automático.
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Extracto tomado del libro:
Intimidades masculinas
Walter Riso
Imágenes tomadas de internet