UN hombre me hablaba una vez del problema que tenía para controlar su ira cuando estaba con sus hijos. Decía que aquella ira era como un volcán, que entraba en erupción sin motivo aparente en el momento menos pensado. Volvía a casa del trabajo, cansado, después de un largo día en la oficina, y encontraba a sus hijos chillando, corriendo de un lado para otro, poniéndolo todo patas arriba. El hacía todo lo posible por calmarlos, por hacer que se comportaran; probaba todas las tácticas que había aprendido a lo largo de los años: hablarles con suavidad, razonar con ellos, ignorarlos, estar «presente», ser firme, ser «espiritual» con ellos, ofrecerles una recompensa, castigarlos... Pero nada funcionaba. Sencillamente, no le escuchaban, y él empezaba entonces a sentir cómo borboteaba la ira en su interior. Intentaba desesperadamente mantenerla a raya; trataba de contenerla, aceptarla, amarla, dejarla existir, trascenderla, «ser consciente de ella sin elección», reprimirla, «ser» ella, pero acababa siempre por explotar, daba igual lo que hiciera o no hiciera. Y entonces se encontraba de pronto fuera de sí, chillándoles, insultándolos, diciéndoles cosas que en realidad no sentía, comportándose de un modo que luego tendría que lamentar. La ira parecía estar totalmente fuera de su control.
¿Te suena? ¿Te sorprendes a veces reaccionando de manera incomprensible, con tus hijos, tu pareja, tus padres, tu madre, tus amigos?
Recuerda que todos los ejemplos de este libro debes aplicarlos a ti. En el instante que lees cada ejemplo, vete directamente a tu propia experiencia y descubre el aspecto de tu vida en el que tiene relevancia.
Este hombre había ido a ver a varios maestros espirituales, les había contado su problema, y ellos le habían dado respuestas del tipo de: «Elige no enfurecerte», «No está en tu mano elegir que la ira surja o no» o «Solo hay Unidad. Todo es igual, luego no importa si te enfureces o no con tus hijos.
No hay una entidad aparte que se enfurezca». Estas ideas le reportaron cierto alivio temporal, pero no pusieron fin a su sufrimiento. Había conseguido entender que, en última instancia, las explosiones de ira simplemente formaban parte de la vida y tenían su lugar, pero eso no impedía que sucedieran ni ponía fin a su sufrimiento al respecto. La ira aparecía, dijeran lo que dijeran las enseñanzas espirituales, y estaba destruyendo su relación con las personas a las que más quería. Ninguno de los conceptos espirituales del mundo parecía llegar a la raíz de su problema. Sintió que no había nada que hacer, y tuvo que aprender a tolerarla.
Le pregunté qué buscaba en aquella situación, y no supo responder. Tenía la sensación de que las explosiones de ira le ocurrían, sin más; no entendía qué relación podían tener con la búsqueda de integridad ni que significaran que su ser estaba en guerra con la experiencia presente. No consideraba que buscara nada. No buscaba la iluminación. No buscaba fama ni riquezas. A su entender, lo único que hacía era responder a una situación, muy difícil, lo mejor que podía.
A veces, para encontrar la búsqueda en una situación, hace falta pararse, respirar hondo y mirar con lupa la experiencia presente. El hombre y yo empezamos a examinar su experiencia y, tras una investigación muy sencilla y sincera, pronto estuvo claro que era mucho lo que ocurría durante los breves momentos que tardaba en pasar, de pedir educadamente a sus hijos que se tranquilizaran a explotar lleno de ira.
Cuando veía a sus hijos chillar y vociferar, afloraban en él todo tipo de pensamientos y sentimientos inquietantes... sentimientos sobre su incompetencia como padre y su impotencia frente a la situación: «¿Qué me pasa? ¿Cómo es que no puedo controlarlos? Soy un hombre hecho y derecho... debería ser capaz de dominar la situación. Pero no puedo. Estoy fracasando como padre y como hombre». Aparecían sentimientos de intensa frustración, y luego de desesperación e indefensión absoluta, y aquellos sentimientos se apoderaban de él por completo. El hombre adulto empezaba a sentirse como un niño indefenso, y no como el padre fuerte y maduro que quería ver en sí mismo. Sentía como si su identidad entera se desmoronara, y le invadía una especie de pánico existencial. Era casi como si se enfrentara a su propia muerte física; de hecho, se enfrentaba a la muerte de su imagen personal de figura paterna fuerte y madura, a la muerte de quien pensaba que era, de quien pensaba que debía ser en aquel momento, Creemos que la sanación es la ausencia de dolor, de enfermedad, de malestar, pero la sanación verdadera nada tiene que ver con escapar de estas olas de experiencia. La sanación que de verdad anhelas es la plena aceptación del dolor, el final de todas las ilusiones. La sanación que de verdad anhelas consiste en liberarte de tu identidad de víctima del dolor. No es librarnos del dolor lo que de verdad queremos, sino escapar de la imagen que albergamos de ser «el que está sumido en el dolor». No es librarnos del dolor lo que de verdad queremos, sino experimentar una profunda aceptación en el dolor.
Descubrir que eres el espacio plenamente abierto en el que el dolor aparece, y no el relato de alguien a quien el dolor ataca, es la verdadera sanación —la sanación de la identidad—, y sus efectos van mucho más allá de la sanación física.
Extracto del libro:
La más profunda aceptación
Jeff Foster
Fotografías tomadas de Internet