Una de mis pacientes hacía la siguiente descripción de su “relación amorosa”:
“Llevo doce años de novia, pero estoy comenzando a cansarme… El problema no es el tiempo, sino el trato que recibo… No, él no me pega, pero me trata muy mal… Me dice que soy fea, que le produzco asco, sobre todo mis dientes, que mi aliento le huele a… (llanto)… Lo siento, me da pena decirlo… que mi aliento le huele a podrido… Cuando estamos en algún lugar público, me hace caminar adelante para que no lo vean conmigo, porque le da vergüenza… Cuando le llevo un detalle, si no le gusta me grita “tonta” o “retardada”, lo rompe o lo tira a la basura muerto de furia… Yo siempre soy la que paga. El otro día le llevé un pedazo de torta y como le pareció pequeño, lo tiró al piso y lo aplastó con el pie… Yo me puse a llorar… Me insultó y me dijo que me fuera de su casa, que si no era capaz de comprar una mísera torta, no era capaz de nada… Pero lo peor es cuando estamos en la cama… A él le fastidia que lo acaricie o lo abrace… Ni qué hablar de los besos… Después de satisfacerse sexualmente, se levanta de inmediato y se va a bañar… (llanto) … Me dice que no vaya a ser que lo contagie de alguna enfermedad… Que lo peor que le puede pasar es llevarse pegado algún pedazo de mí… Me prohíbe salir y tener amigas, pero él tiene muchas… Si yo le hago algún reclamo de por qué sale con mujeres, me dice que terminemos, que no se va aguantar una novia insoportable como yo…”
¿Qué puede llevar a una persona a resistir este tipo de agravios y someterse de esta manera? Cuando le pregunté por qué no le dejaba, me contestó entre apenada y esperanzada: “Es que lo amo… Pero sé que usted me va ayudar a desenamorarme… ¿no es cierto?...” Ella buscaba el camino facilista: el alivio, pero no la cura.
Del libro:
AMAR O DEPENDER
Walter Riso