Nadie puede hacer Todo lo que Quiere, debemos aceptar con resignación que la libertad absoluta no existe.
A partir de aquí, nos encontramos con tres alternativas:
a) Sostener que una libertad con limitaciones no es tal y que, por lo tanto, el concepto de libertad es una ficción inexistente. b) Admitir que la libertad absoluta no existe, pero que una libertad relativa, limitada, condicionada, no deja de ser libertad. c) O salir al encuentro de una nueva posibilidad.
Quisiera olvidar la primera alternativa lo antes posible, porque me cuesta admitir que la libertad sea una ficción. Sin embargo, es cierto que concibo la libertad deseada como un hecho binario, se es libre o no se lo es.
No me parece razonable sostener la existencia de una “casi libertad”. ¿Será así, como una tecla de luz: sí o no? ¿O será como la mayoría de la gente sostiene, que la libertad es un tema de grados? Es decir, que se puede ser más libre, más libre, más libre... y menos libre, menos libre, menos libre... ¿Cuatro grados de libertad, seis, ocho, veinticinco...? ¿Será un asunto de más y de menos, como un potenciómetro? ¿Se puede ser libre a medias?
Si no encontráramos otra salida, deberíamos contemplar la posibilidad de estar hablando de una de esas virtudes teologales teóricamente claras pero inalcanzables en la práctica.
Carlitos tiene catorce años y es el nuevo cadete, además de ser el sobrino predilecto de don Alberto,
dueño y presidente del directorio de la gran empresa metalúrgica.
A las nueve de la mañana, mientras toma un café con leche en la oficina principal, Carlitos le dice al
ejecutivo:
—Tío, viste que estoy yendo al colegio a la noche; bueno, hoy tuvimos clase de lógica y la profe explicó el
concepto de teoría y práctica, pero yo me hice un lío bárbaro y al final no entendí nada. Ella dijo que si no
entendíamos lo pensáramos sobre un ejemplo y a mí no se me ocurre nada. ¿Me darías un ejemplo para que
yo lo entienda?
—Sí, Carlitos... A ver... Andá a la cocina y decile a María, la cocinera, que te diga la verdad, decile que
hay un cliente de la empresa que se quiere acostar con ella y que nos ofrece cien mil dólares por una noche,
preguntale si ella se acostaría con el cliente a cambio de diez mil dólares...
—Pero tío...
—Andá, hijo, andá.
El chico hace la pregunta y la cocinera, una bonita morocha de unos cuarenta largos, le dice:
—¡¡¡Diez mil dólares!!! Y... mirá, la situación está tan difícil, mi marido trabaja tanto y los gastos son
enormes. Así que... Sí, seguro que lo haría. Pero sólo para ayudarlo a él, ¿eh?
El chico vuelve y le cuenta a su tío con sorpresa:
—Dijo que sí, tío, la cocinera dijo que sí.
—Bueno, ahora andate hasta la recepción y hablá con la rubia de minifalda y pedile que te diga la verdad; contale que hay una fiesta para dos clientes del exterior que pagarían cien mil dólares si les conseguimos una
rubia como ella por una noche, preguntale si se iría a la cama con los dos por un cheque de diez mil.
—Pero tío, si Maribel tiene novio...
—Preguntale igual.
Al rato el chico vuelve asombrado.
—Tío Alberto... dijo que sí...
—Muy bien, hijo... prestá atención: En “teoría” estamos en condiciones de hacernos de doscientos mil
dólares. Sin embargo, en la “práctica” lo único que tenemos son dos putas trabajando en la empresa.
O bien la Libertad, así con mayúscula, es un mito teórico y en la práctica no existe, o bien la libertad
existe pero limitada a ciertas condiciones. El problema está en que si definimos las limitaciones de esa libertad,
otra vez aterrizamos en el punto indeseado: que la libertad no existe.
Y si la libertad no existiera, no existiría la autonomía.
Y si la autonomía no existiera, no existiría la autodependencia.
Y si la autodependencia no existiera, y sabiendo que la independencia tampoco existe, no nos quedaría
otra posibilidad que la dependencia...
Y entonces, entre otras cosas, habríamos llegado hasta aquí inútilmente.
¡¡Me niego!!
Del libro:
El Camino de la Auto-Dependencia
Jorge Bucay