Cuando una relación anda mal, nunca hay un solo responsable. La hecatombe afectiva siempre es función de dos, quizá no en las mismas proporciones, pero cada cual aporta su cuota: unos por defecto y otros por exceso.
En el caso del apego afectivo, cuando el vínculo se rompe el apegado suele activar su más dura autocrítica. De manera inclemente, como si le gustara sufrir, agrega más dolor al sufrimiento. Durante treinta años de matrimonio, una mujer mayor había atendido a su marido a la vieja usanza. Entre sus obligaciones estaban quitarle los zapatos cuando llegara de trabajar, escogerle la ropa por la mañana, cortarle las uñas de los pies y de las manos, teñirle el bigote, enjabonarle la espalda, cortarle el pelo, darle masajes y atenderlo en lo que fuera necesario: una moderna geisha, a la antigua. El problema era que el señor se había conseguido una amiguita y había desplazado a su devota esposa a un frío y distante segundo lugar. Lo que más le dolía a la señora era la forma en que lo había hecho: “No me importa tanto que sea infiel, sino el desprecio… (llanto) … El está totalmente indiferente conmigo, casi no me habla y se fue para otra alcoba… (llanto)… No sé por qué me rechaza… Yo he sido muy buena esposa…” Cuando le pregunté si no sentía indignación, rabia o ganas de estrangularlo, me contestó que su sentimiento no era de ira, sino de pesar y culpa: “Ayer me enteré que pidió cita para cortarse el cabello… No sé, me siento culpable de que tenga que ir a donde el peluquero… Llevo muchos años cortándole el pelo… ¿No cree que debería seguir motilándolo pese a todo?...” Sentirse culpable de no seguir siendo sumisa es una culpa al cuadrado. Un récord y un excelente ejemplo de cómo no se debe actuar para mantener el autorrespeto a flote. La pobre mujer estaba tan acostumbrada a ceder, que cuando la traicionaron se sintió traidora.
Otro de mis pacientes, al enterarse que su mujer ya no le quería, comenzó a autocastigarse verbalmente. Sus registros mostraban infinidad de autoverbalizaciones negativas: “Soy un idiota”, “A mi nadie me puede querer”, “Si hubiese sido más cariñoso, no me habrían dejado de querer”, “Soy torpe en el amor”, en fin, cientos de inculpaciones diarias, en voz baja, reciclables y altamente dañinas. El resultado fue inevitable: depresión mayor y clínica de reposo.
Del libro:
AMAR O DEPENDER
Walter Riso