lunes, 9 de septiembre de 2013

LA ELECCIÓN DE SER POSIBLE EN LOS HECHOS (continuación)


Me dijo una señora:

“Yo quiero esta libertad siempre y cuando el otro no sufra, porque mi libertad y mi forma de proceder pueden hacer sufrir mucho al otro”.

¿Cómo es esto? ¿Y mi sufrimiento por no ser libre?

Cuando yo digo que uno puede elegir hacer lo que quiere dentro de lo fácticamente posible, siempre aparece alguien que grita...

“¡Hay que respetar al prójimo!”

Y yo pregunto: ¿Qué hay que respetar? ¿Por qué hay que respetar? Yo quiero saber esto.

Y el que gritó no lo dice, pero piensa:

“¡Tiene que respetar! ¡No puede hacer lo que quiere! ¡Aunque quiera y pueda hacerlo... No puede!”

Los “¡No debe! ¡No puede! ¡Hay que respetar!” me llevan a preguntar...

¿Hay que respetar o soy yo el que elige?

Porque no es lo mismo “hay que respetar” que “yo elijo respetar”...

Y justamente, ésa es la diferencia entre sentirse y no sentirse libre: darme cuenta que, en verdad, soy yo 
el que está eligiendo.
Una de las fantasías más comunes es creer que la libertad se dirige a molestar a otro. Esta idea proviene 
de la educación que recibimos y hay que descartarla. Porque el hecho concreto de que yo sea libre de hacer 
daño a otro no quiere decir que esté dispuesto a hacerlo. Es más, que yo sea libre para dañar al otro es lo 
único que le da valor a que yo no lo dañe.

Lo que le da valor a mis actitudes amorosas es que yo podría no tenerlas.
Lo que le da valor a una donación es que podría no haber donado.
Lo que le da valor a que yo haya salido en defensa de una ideología es que podría no haberlo hecho, o 
haber salido en defensa de la ideología contraria.
Y por qué no, lo que le da valor a que yo esté con mi esposa es que, si quisiera, podría no estar con ella.

Las cosas valen en la medida que uno pueda elegir, porque ¿qué mérito tiene que yo haga lo único que 
podría hacer? Esto no es meritorio, no implica ningún valor, ninguna responsabilidad.

Vez pasada pregunté en una charla qué cosas sentían que no podían hacer. Una señora de unos 
cincuenta años me contestó:

“Por ejemplo, no puedo irme hoy de mi casa y volver cuando se me ocurra”.
¿Qué te hace pensar que no podés? ¿Qué es lo que te impide hacerlo?, le pregunté.
“Mi marido, mis hijos, mi responsabilidad... mi educación”, me respondió.
Entonces le dije:

Vos en este momento planteás una fantasía, la de abandonar todo, y si en realidad no lo hacés, a pesar 
de que creas que no es así, es porque elegís no hacerlo. Quiero decir, porque elegís quedarte. Por si no queda 
claro: No te vas porque no querés. Estás haciendo uso de tu libertad. Vos sabés que podrías elegir irte, pero no 
te vas; sin embargo nadie podría retenerte si hubieras elegido irte. Preferís pensar que no podés y te perdés el 
premio mayor. Es justamente el ejercicio de la libertad lo que le confiere valor a cada decisión. Tu marido, tus 
hijos, tus nietos, la sociedad, las cosas por las cuales has luchado, claro que todo esto condiciona tu decisión, 
pero este condicionamiento no impide que tengas la posibilidad de elegir; porque otras mujeres con el mismo 
condicionamiento que el tuyo han elegido otra cosa. Recordemos la historia de “Yo amo a Shirley Valentine” 
(Willy Russell): La mujer que de pronto deja su casa para irse a pasear por el Egeo y se encuentra con Kostas, 
el marinero turco que le ofrece lo que en ese momento más busca.

Que uno haga lo que se espera de uno es también una elección, y tiene su mérito, nunca es un hecho 
automático. Que vos resignes algunas cosas como yo resigno otras es meritorio, porque es el producto de 
nuestra elección libre.

Nosotros podríamos haber elegido dejar de lado las cosas que tenemos, y sin embargo elegimos 
quedarnos con estas cosas.
Este es nuestro mérito, y merecemos un reconocimiento.

Del libro:
 
El Camino de la Auto-Dependencia
Jorge Bucay