jueves, 3 de diciembre de 2015

«NO ME HE SEPARADO POR NO HACERLE DAÑOS A MIS HIJOS»


¿Está justificado el sacrificio? Lo dudo. Estar metidos en un huracán de peleas y discusiones o en la simpleza de una relación donde no existe la más mínima expresión de afecto no es bueno para el crecimiento psicoafectivo de los hijos; ni que decir tiene de la violencia física. Hemos de tener presente que los niños hacen más lo que ven hacer que lo que se les dice que hagan. Son esponjas informacionales y, para colmo, nos imitan. Es evidente que los hijos sufren con la separación de los padres, pero lo que más les afecta es la actitud que asuman sus progenitores antes, durante y después de terminar la relación.

Una separación consensuada, sin odios y en términos pacíficos, disminuirá el impacto negativo. Para los niños y no tan niños, es mejor el dolor de un divorcio inteligente que la tortura diaria de una mala convivencia. Cada mirada de odio que le echas a tu pareja es observada por tus hijos, procesada y guardada en la memoria; cada actitud de rechazo o de frialdad es incorporada a la base de datos de sus mentes en formación. No puedes disimular el desamor y la discordia y actuar como si nada pasara. Se nota, te sale por los poros. El desamor y la indiferencia crea un clima tenso que se siente en lo más íntimo.

Hay que hacer un balance, tener claro si tu relación tiene opciones o si los que saben (psicólogos, terapeutas de pareja, consejeros matrimoniales) opinan que ya no hay nada que hacer. ¿Crees que tus hijos no perciben tu tristeza? Malas noticias: la depresión es contagiosa. El ambiente emocional de los malos matrimonios se puede cortar con un cuchillo. Yo tengo amigos mal emparejados de cuyas casas salgo agotado de sufrir estoicamente tanta tensión. Cuando les pregunto por qué siguen juntos, la respuesta suele ser la misma: «Por los niños». Obviamente, cualquier niño desearía que sus padres fueran capaces de quererse y vivir juntos de buena manera; léase bien: de buena manera. He tenido pacientes de diez y once años que me piden en las sesiones que ayude a sus padres a separarse porque el trato entre ellos se ha vuelto in- soportable. Un niña de doce años me decía: «Prefiero tener dos casas tranquilas que una en guerra».

El «sacrificio» de seguir en un pésimo matrimonio «por nuestros hijos» a veces es criticado por los mismos hijos. Recuerdo el caso de una mujer que prefirió mantenerse junto a un hombre infiel y violento a separarse para que sus niños «no perdieran al padre». En una sesión de terapia, su hija mayor, una adolescente que tenía problemas de relaciones interpersonales, le dijo: «Lo que no te perdono, mamá, es que hayas sido tan cobarde y no te hayas separado de papá. Me habría gustado tener una madre valiente, echada para adelante, que no se dejara maltratar ni engañar por un hombre así. Yo te quiero muchísimo, pero no te respeto». Un golpe mortal para cualquier padre o madre y en especial para esta mujer que se sentía casi orgullosa de haber aguantado a su esposo por amor a sus hijos. Su respuesta mostró una dolorosa toma de conciencia: «Estaba esperando a que crecieran... Quizá fue un error...».

Lo único que quieren nuestros hijos es vernos contentos y realizados o, por lo menos, bien encaminados. Ellos cargan con nuestro dolor o se contagian de nuestra angustia. No niego que las malas separaciones son desastrosas, cualquiera lo sabe, pero como ya he dicho antes: es preferible una buena separación a un mal matrimonio. Cuando hay niños de por medio, la ayuda profesional es imprescindible, ya sea para volver a intentarlo o para finiquitar adecuadamente la cuestión.

¿Cómo hacer de la separación un motivo de aprendizaje?

Extracto del libro: 
Manual Para No Morir de Amor 
Walter Riso
Fotografía de internet