Los animales vivían todos con el temor del león. Las grandes selvas y las vastas praderas les parecían demasiado pequeñas. Se pusieron de acuerdo y fueron a visitar al león. Le dijeron:
«Deja de perseguirnos. Cada día, uno de nosotros se sacrificará para servirte de alimento. Así, la hierba que comemos y el agua que bebemos no tendrán ya este amargor que les encontramos».
El león respondió:
«Si eso no es una astucia vuestra y cumplís esta promesa, entonces estoy perfectamente de acuerdo. Conozco demasiado las triquiñuelas de los hombres y el profeta dijo: “El fiel no repite dos veces el mismo error”».
«¡Oh, sabio! —dijeron los animales—, es inútil querer protegerse contra el destino. No saques tus garras contra él. ¡Ten paciencia y sométete a las decisiones de Dios para que Él te proteja!».
«Lo que decís es justo —dijo el león—, pero más vale actuar que tener paciencia, pues el profeta dijo: “¡Es preferible que uno ate su camello!”».
Los animales:
«Las criaturas trabajan para el carnicero. No hay nada mejor que la sumisión. Mira el niño de pecho; para él, sus pies y sus manos no existen pues son los hombros de su padre los que lo sostienen. Pero cuando crece, es el vigor de sus pies el que lo obliga a tomarse el trabajo de caminar».
—Es verdad, reconoció el león, pero ¿por qué cojear cuando tenemos pies? Si el dueño de la casa tiende el hacha a su servidor, éste comprende lo que debe hacer. Del mismo modo, Dios nos ha provisto de manos y de pies. Someterse antes de llegar a su lado, me parece una mala cosa. Pues dormir no aprovecha sino a la sombra de un árbol frutal. Así el viento hace caer la fruta necesaria. Dormir en medio de un camino por el que pasan bandidos es peligroso. La paciencia no tiene valor sino una vez que se ha sembrado la semilla.
Los animales respondieron:
«Desde toda la eternidad, miles de hombres fracasan en sus empresas, pues, si una cosa no se decide en la eternidad, no puede realizarse. Ninguna precaución resulta útil si Dios no ha dado su consentimiento. Trabajar y adquirir bienes no debe ser una preocupación para las criaturas».
Así, cada una de las partes desarrolló sus ideas por medio de muchos argumentos pero, finalmente, el zorro, la gacela, el conejo y el chacal lograron convencer al león.
Así pues, un animal se presentaba al león cada día y éste no tenía que preocuparse ya por la caza. Los animales respetaban su compromiso sin que fuese necesario obligarlos.
Cuando llegó el turno al conejo, éste se puso a lamentarse. Los demás animales le dijeron:
«Todos los demás han cumplido su palabra. A ti te toca. Ve lo más aprisa posible junto al león y no intentes trucos con él».
El conejo les dijo:
«¡Oh, amigos míos! Dadme un poco de tiempo para que mis artimañas os liberen de ese yugo. Eso saldréis ganando, vosotros y vuestros hijos».
—Dinos cuál es tu idea, dijeron los animales.
—Es una triquiñuela, dijo el conejo: cuando se habla ante un espejo, el vaho empaña la imagen.
Así que el conejo no se apresuró a ir al encuentro del león. Durante ese tiempo, el león rugía, lleno de impaciencia y de cólera. Se decía:
«¡Me han engañado con sus promesas! Por haberlos escuchado, me veo en camino de la ruina. Heme aquí herido por una espada de madera. Pero, a partir de hoy, ya no los escucharé».
Al caer la noche, el conejo fue a casa del león. Cuando lo vio llegar, el león, dominado por la cólera, era como una bola de fuego. Sin mostrar temor, el conejo se acercó a él, con gesto amargado y contrariado. Pues unas maneras tímidas hacen sospechar culpabilidad. El león le dijo:
«Yo he abatido a bueyes y a elefantes. ¿Cómo es que un conejo se atreve a provocarme?».
El conejo le dijo:
«Permíteme que te explique: he tenido muchas dificultades para llegar hasta aquí. Había salido incluso con un amigo. Pero, en el camino, hemos sido perseguidos por otro león. Nosotros le dijimos: “Somos servidores de un sultán”. Pero él rugió: “¿Quién es ese sultán? ¿Es que hay otro sultán que no sea yo?”. Le suplicamos mucho tiempo y, finalmente, se quedó con mi amigo, que era más hermoso y más gordo que yo. De modo que otro león se ha atravesado en nuestros acuerdos. Si deseas que mantengamos nuestras promesas, tienes que despejar el camino y destruir a este enemigo, pues no te tiene ningún temor».
—¿Dónde está? dijo el león. ¡Vamos, muéstrame el camino!
El conejo condujo al león hacia un pozo que había encontrado antes. Cuando llegaron al borde del pozo, el conejo se quedó atrás. El león le dijo:
«¿Por qué te detienes? ¡Pasa delante!».
«Tengo miedo, dijo el conejo. ¡Mira qué pálida se ha puesto mi cara!».
—¿De qué tienes miedo? —preguntó el león.
El conejo respondió:
«¡En ese pozo vive el otro león!».
—Adelántate, dijo el león. ¡Echa una ojeada sólo para verificar si está ahí!
—Nunca me atreveré, dijo el conejo, si no estoy protegido por tus brazos.
El león sujetó al conejo contra él y miró al pozo. Vio su reflejo y el del conejo. Tomando este reflejo por otro león y otro conejo, dejó al conejo a un lado y se tiró al pozo.
Esta es la suerte de los que escuchan las palabras de sus enemigos. El león tomó su reflejo por un enemigo y desenvainó contra sí mismo la espada de la muerte
Tomado del libro:
150 Cuentos sufíes
Maulana Jalāl al-Dīn Rūmī
Fotografía tomada de internet