En busca de Franz Kafka, caminé las calles de Praga.
Anduve en silencio, rodeado de silencio, a pesar del alboroto del gentío y de las máquinas. Por mucho ruido que hubiera, por mucha gente que tuviera, Praga estaba callada como Kafka, callada de él; y sola.
Atravesé la ciudad de punta a punta, y ya había caído la noche cuando llegué a la calle Celetna. En la esquina donde la calle Celetná se abre a la gran plaza de la Ciudad Vieja, una voz rompió, de golpe, el silencio que yo traía. Una mujer cantó. Alzándose sobre su silla de ruedas, esa mujer tullida desgarró la noche con la voz más bella que yo haya escuchado jamás. La voz más bella, la más dolida: clavada en el negro fulgor del empedrado, esa mujer cantó el alarido de todos los solos del mundo.
Me quedé estupefacto, me pellizqué el brazo. ¿Estaba dormido? ¿Estaba soñando? ¿En qué mundo estaba? Pero a mis espaldas, unos muchachos se burlaron de la paralítica cantora, la imitaron riendo a la carcajada, y ella se calló y agachó la cabeza. Y entonces, no tuve dudas: yo estaba despierto y bien despierto, en el exacto centro de este mundo.
Tomado de:
Cuentos de Galeano en la Jornada
Eduardo Galeano
Fotografía de internet
Cuentos de Galeano en la Jornada
Eduardo Galeano
Fotografía de internet