Como ya dije antes, cuando una mente rígida establece un juicio acerca de algo o alguien permanece anclada o apegada al mismo de manera obstinada, sin realizar ajustes sustanciales aunque la experiencia le demuestre lo contrario. En cierto sentido nos enamoramos de nuestras creencias. No sólo creemos a pies juntillas en nuestros esquemas sino que, como todo animal de costumbres, creamos lazos afectivos y nos encariñamos con lo viejo.42 Un amigo mío ama profundamente su apartamento, que es lo más parecido a una pocilga. Él no atiende a razones (tampoco las tiene): simplemente ama su espacio de manera incondicional, como si lo atara a él un vínculo genético.
Recuerdo que, en cierta ocasión, me llamaron del colegio donde estudiaba una de mis hijas porque continuamente desaparecían lápices en su aula; y ella era una de las «sospechosas» de robarlos. Lo primero que pensé cuando me lo comentaron fue que mi hija no era una ladrona y que ese colegio era una porquería. Por aquel entonces, mi hija tenía ocho años y yo era bastante sobreprotector. Me presenté ante el director y demás profesores con una marcada indignación de padre maltratado, sin haber hablado siquiera con mi hija. Al ver mi exaltación y mi actitud defensiva, una psicóloga me preguntó: «¿Usted está totalmente seguro de que su hija no ha robado los lápices? ¿Pondría las manos en el fuego? ¿Diría que es absolutamente imposible?». Mi respuesta fue categórica y dogmática: «Sí, estoy totalmente seguro, pondría las manos en el fuego y es absolutamente imposible.» A los pocos días descubrieron que el niño responsable era de otra aula y mi orgullo fue resarcido. Lo que quiero señalar con esta anécdota es que en el momento del interrogatorio, aun a sabiendas de que la cleptomanía es común en ciertos niños y que de ninguna manera puede censurarse éticamente a un menor por ello, yo sentía que estaban atacando moralmente a mi familia. Habría apostado la vida sin dudarlo, cuando, en realidad, las tres preguntas que me hizo la psicóloga deberían haberme hecho aterrizar. Mi racionalidad se vino a pique y mi afecto me llevó a descartar de plano todo aquello que estuviera en contra de mi encolerizado pensamiento. No fui flexible, no le di cabida a la reflexión. En otras palabras: el que tomó la decisión fue el corazón herido.
¿Cómo defienden las mentes rígidas sus dogmas, si los hechos objetivos las contradicen? ¿Cómo logran seguir aferradas a sus ideas, pese a la irracionalidad de las mismas? ¿Por qué la vida cotidiana no las lleva a cambiar y abandonar la obstinación? El procedimiento de automantenimiento es el siguiente: consciente o inconscientemente, manipulan la información a su favor. Señalaré algunas de estas operaciones psicológicas defensivas por las cuales la mente dogmática mantiene a raya la información discrepante para no desprenderse de sus esquemas y mantenerlos activos: apelación a la autoridad; «ya lo he decidido»; razonamiento emocional; «todo es posible» y «la cosa podría ser peor».
42. Zajonc, R. B. (1980). «Feeling and thinking: Preferences need no inferences.» American Psychologist, 35, 151-175.
Extracto del libro:
El arte de ser flexible
Walter Riso