El honorable señor Han, mandarín de alto rango, gozaba de un retiro amable en su finca campestre. No detestaba la sociedad, y recibía a menudo al señor Siu, un vecino de trato agradable. Aquel día, mientras conversaban los dos bajo la fresca sombra, tomando el té y comiendo pasteles de arroz, les llegó desde las cocinas el ruido de un altercado. El señor Han se informó. ¡Un monje mendicante quería ser recibido por el dueño de la casa en persona!
-Insiste con descaro ... -explicó el intendente.
-¡Dejadle venir! -dijo el señor Han.
El monje zen, vestido con ropas gastadas y agujereadas, no tenía buena apariencia. El señor Han le interrogó con bondad:
-Llegué hace poco a vuestra pequeña aldea -dijo el miserable clérigo-. Me he instalado en el templo en ruinas, al este del pueblo. ¡Me han hablado de vuestra generosidad, y por esto he venido!
Mientras hablaba, el monje andrajoso se servía abundantemente de los alimentos dispuestos en la mesa. Apreciaba los pasteles de arroz, tanto los salados como los dulces. Picoteaba a su gusto en los tazones de porcelana y comía aquí semillas de calabaza, y allí de girasol. No desdeñaba los panecillos de carne, y se comió tres, perfumados con semillas de sésamo y de loto. Entre dos bocados cogía almendras y frutos secos y, para digerirlo todo, bebía numerosas tazas de té. Una veintena, contabilizó el señor Siu, al que la desvergüenza del personaje escandalizaba.
El monje adquirió la costumbre de acudir regularmente a la casa del señor Han. Llegaba habitualmente a la hora de la merienda. Se invitaba a la mesa, se servía copiosamente y bebía hasta saciarse. El señor Han le miraba actuar con una sonrisa indulgente. El señor Siu lo soportaba cada vez menos. Una tarde, cuando el monje se tragó su duodécima taza de té y mordía sin manías un suculento pastel de arroz, el señor Siu le interpeló con una pizca de ironía:
-Santo varón, a mi amigo el señor Han y a mí mismo nos halaga vuestra constancia en compartir nuestras humildes comidas, ¿quizá aceptaréis recibirnos en vuestra casa?
El monje respondió con calma:
-Venid cuando queráis, pero, ya lo sabéis, vivo en unas ruinas y me costaría mucho ofreceros otra cosa que tazas de agua clara.
Y se rió a carcajadas.
*****
Cuando llegaron ante las antiguas ruinas del templo, en las que el monje había establecido su residencia, el señor Han y el señor Siu se quedaron boquiabiertos. Se habían realizado obras importantes. El edificio central estaba completamente restaurado. Penetraron en una sala magnífica, en la que les esperaba una mesa inmensa cubierta con un mantel bordado. Ante sus ojos maravillados se desplegaba una profusión de platos. Se sentaron en unas camas.
Dieciséis muchachos jóvenes y hermosos, vestidos con trajes de gala y calzados con sandalias rojas, les servían con diligencia, atentos a sus menores deseos. Les ofrecieron, en platos de cristal y de jade, frutos desconocidos y deliciosos. Su propio anfitrión, vestido de brocado y oro, les servía en unas copas de un pie de ancho un vino perfumado digno de los inmortales.
De pronto el monje dio unas palmadas:
-¡Que hagan venir a las hermanas Cheh! -exclamó.
Un sirviente se apresuró y volvió muy pronto acompañado de unas muchachas encantadoras; sus flexibles cinturas se doblaban como sauces. La mayor tocaba la flauta y la más joven cantaba con una voz delicada y cristalina. Después se pusieron a danzar. Sus largos vestidos flotaban sobre el suelo y las envolvía una nube de perfume embriagador. El señor Han y el señor Siu sintieron que «su corazón se ensanchaba y su alma alzaba el vuelo». En aquel momento el monje invitó a la danzarina más joven a que se le uniera en su lecho, mientras que la mayor, inclinada sobre ellos, les abanicaba suavemente. El señor Han y el señor Siu, ligeramente ebrios, aturdidos por el vino maravilloso que habían bebido, contemplaban ese espectáculo con estupor. El señor Siu fue el primero en reaccionar:
-¡Este monje es decididamente un personaje impúdico y desvergonzado!
Y se levantó vacilante, pero cuando se acercó el monje había desaparecido:
-¡Señor Han!-llamó- ¡Venid! Estas jóvenes están a punto ...
Y el señor Siu se tendió con la más joven sobre el lecho que el monje acababa de abandonar. El señor Han a su vez tomó en sus brazos a la mayor, cuya cintura se doblaba como el sauce, y se tendió a su lado. Entonces el cielo se iluminó. El sueño de la embriaguez se disipó. El señor Han y el señor Siu estrechaban entre sus brazos unas frías losas de piedra. Estaban acostados en medio de ruinas, de edificios abandonados y de habitaciones derruidas.
Así lo han contado.
*****
Todo en este mundo es ilusión. Todo en este mundo es efímero. El niño desaparece, el adolescente se desvanece, y ¿qué queda del adulto cuando llega la vejez?
Todo cambia, todo huye. Pero tú, quienquiera que seas, no eres solamente ese pequeño montón de secretos, de miedos, de deseos y de gritos que tú llamas «yo», tú eres la Realidad inmortal, «TAT TVAM ASI», «Tú ERES ESO» que no muere, tú eres el Absoluto, tú eres el Infinito.
Todo cambia, todo huye, todo muere, sólo permanece el eterno Atma.
Extraído de:
La Grulla Cenicienta
Los más bellos cuentos zen
Henry Brunel
Fotografía del internet