Tal como afirma Joseph Campbell en El héroe de las mil caras, la aventura del hombre como héroe aparece una y otra vez en leyendas, tradiciones y rituales de todos los pueblos del mundo: en los mitos polinesios y griegos, en las leyendas africanas, en los cuentos de hadas célticos y en la mayoría de los simbolismos religiosos. Siempre, de una u otra manera, el peso de la figura heroica está presente en la cultura y en la pedagogía que de ella se desprende. Aunque muchos padres hagan lo posible por no seguir la tradición, la aspiración a ser un paladín se cuela, evidente o subrepticiamente, en las formas más modernas de entretenimiento infantil y adulto. Las legiones de superhéroes, escritas y filmadas, invaden el mercado creando valores que recuerdan las épicas más famosas, obviamente más modernas y domésticas.
Desde Prometen, Jasón, Eneas, Hércules, Moisés y Ulises, hasta Robin Hood, el Llanero Solitario, Superman y Robocop, la morfología de las grandes gestas contiene riesgo, espíritu de aventura, autodeterminación, valentía sin límites, habilidades deslumbrantes y, claro está, desprendimiento de la propia vida; además, los héroes no conocen el fracaso y casi siempre son hombres.
No es fácil para un niño renunciar a ser un adalid, si la esperanza de la familia y la humanidad, tal como muestra la antropología del mito, añora y repite sistemáticamente la misma historia secular de proezas. Analizado desde un punto de vista más complejo, quizá sea la propia estructura inconsciente masculina la que posea implícita la sentencia de buscar satisfacer los sueños de grandeza de una sociedad perturbada, que pretende redimirse a sí misma. Parecería que los héroes hacen falta.
No obstante, para muchos hombres, dentro de los que me incluyo, el antihéroe es nuestro preferido.
Las ventajas saltan a la vista: el antihéroe no debe iniciar ninguna partida (no hay gestas en tierras lejanas), no hay pruebas que pasar (no se necesitan victorias o iniciaciones), y no hay retorno triunfante (no hay nada conquistado). El antihéroe rompe el mito y destroza la propia y asfixiante demanda fantástica de la tradición patriarcal. El antihéroe no quiere doncellas, ni corceles ni rescatar a nadie; tampoco añora el peligro para ponerse a prueba, ya que no hay nada que probar; se niega a la demencia brutal del típico combatiente, y no ve a la mujer como una tentación que debe evitar para llevar a feliz término su gesta ególatra. El antihéroe no quiere ser santo, redentor, emperador, ni dueño de ningún reino. El antihéroe quiere abrazar en silencio, dormir en calma, amar intensamente y, ¿por qué no?, ser rescatado por alguna heroína valiente y atrevida, de esas que no aparecen en los cuentos.
El típico varón gasta gran parte de su energía en parecerse al modelo heroico que la cultura le ha inculcado. No importa si se trata de San Martín, Bolívar, Onassis o Rockefeller, la fantasía está ahí.
Como una espina clavada en su alter ego, el hombre transita por el mundo buscando alguna proeza que dé un motivo a su vida. Si pudiéramos medir el tiempo que los varones invertimos en este tipo de desvaríos, sin lugar a dudas quedaríamos sorprendidos.
Nos guste o no, detrás de toda empresa masculina, ya sea económica, deportiva o intelectual, hay un sentido épico que busca concretarse. ¡Qué agotadora tarea ésta, la de buscar hazañas y romper récords Guinnes!
En franca oposición a este estilo legendario, la liberación-masculina pretende soltar la mente de tanto complejo de superioridad y dejar salir al antihéroe personal, ese que gallarda y mansamente reposa en cada uno de nosotros. Ese que escapa, tropieza, cae, se levanta, insiste, vuelve a caer y arranca. El que vive y persiste, aunque muchas veces no sabe qué hacer. Me refiero sencilla y llanamente al varón normal, despojado de todo atributo sobrenatural y sin más carga que su propia identidad.
Extracto tomado del libro:
Intimidades masculinas
Walter Riso
Imágenes tomadas de internet