sábado, 24 de noviembre de 2018

EL GUERRERO INTERIOR Y EL CULTO A LA VIOLENCIA








El conflicto emocional primario





Sobre la pugna afectiva interior


del varón y la falsa incompatibilidad


entre agresión y ternura





En los hombres prevalece una antiquísima dicotomía emocional, mal planteada y aparentemente sin solución, que nos quita fuerza interior y nos confunde. Desde la más temprana edad, los varones nos vemos obligados a magnificar la oposición agresiva-destructiva y a adormecer la aproximación cariñosa-constructiva.





Un doble esfuerzo extenuante y totalmente antinatural. Muchas veces no queremos guerrear, pero peleamos, y muchas otras queremos llorar, pero nos aguantamos. Como si tuviéramos los cables invertidos: en vez de controlar los niveles de violencia y liberar los sentimientos positivos, frenamos la expresión de afecto y soltamos peligrosamente las riendas de la agresión. Veamos este cortocircuito afectivo con más detalle.





1. El guerrero interior y el culto a la violencia: la exaltación de los sentimientos negativos





La agresión física o verbal, es decir, el no-respeto, o si se quiere, la violación de los derechos a las demás personas, es exactamente lo opuesto a la experiencia amorosa. Si hay violencia, no hay amor.





Puede haber formas distorsionadas de placer que se entrelazan y confunden con el sentimiento positivo, como es el caso del sadismo o el masoquismo, pero esto no es amor. La agresión, en cualquiera de sus formas, es atentatorio con la expresión de afecto, y altamente contaminante. Los datos son irrefutables: la mayoría de los niños varones que han sido golpeados pasan a ser golpeadores cuando son adultos, y no me estoy refiriendo solamente al ataque a las mujeres, sino también a la violencia entre hombres, que es mucho más frecuente.





La mayor tendencia masculina a la agresión y a otras manifestaciones de dominación, en comparación con las mujeres, se debe tanto a factores biológico-evolutivos, como socioculturales.







EL VIEJO COMBATIENTE.





En el caso de la biología, parece muy establecido que los varones paseemos un paquete hormonal que nos predispone a estar siempre listos para el ataque. Parecería que la violencia está en nosotros. Si a un pajarito como el gorrión se le extraen los testículos (pesan un miligramo y tienen un milímetro de diámetro), el animalito se volverá sumiso, permisivo y apático por el sexo. Ya no será un combatiente por su propia supervivencia, y sus días estarán contados. Pero si se le inyectara cierta cantidad de esteroides, especialmente testosterona, el pájaro despertaría de su letargo y adquiriría nuevamente aquellos comporta mientas que definen a un macho. Volverá a nacer en él una incontenible motivación por el sexo, la agresión, la dominación y la territorialidad. Lo mismo ocurre en casi todos los animales, hombres incluidos. En palabras de Carl Sagan: "Cuanta más testosterona tiene un animal, más lejos está dispuesto a llegar para desafiar y dominar a posibles rivales".





La testosterona también parece explicar por qué en el mundo animal los códigos sexuales se parecen tanto a los agresivos. `Te amo" Puede significar: "Voy a matarte", o viceversa; es decir, la mala lectura de estos simbolismos puede ser mortal. Es posible que ésta sea la razón por la cual el porcentaje de rechazos que sufre un macho chimpancé por parte de las hembras sólo alcanza el 3%.


Muy de buenas y envidiable para cualquier humano.





Aunque los varones también poseemos hormonas femeninas, la testosterona es definitiva para que la masculinidad se dé. Su ausencia puede feminizar los genitales de un embrión masculino o, si su cantidad es elevada, puede llegar a masculinizar los genitales femeninos. Pero lo que resulta más impactante es que la testosterona es una hormona placentera para el macho. Un sinnúmero de investigaciones atestiguan que los animales aprenden más fácilmente tareas de diversa complejidad, si el premio es medir fuerzas con otro macho, como si dijeran: "Nada más estimulante que un buen combate". Los estudios de psicología social sobre los efectos de las confrontaciones de pandillas callejeras y grupos marginados muestran que en determinadas subculturas urbanas la "lucha por la lucha" puede ser especialmente gratificarte, y crear tanta apetencia como cualquier droga. Los rebeldes sin causa, tipo James Dean, han existido desde siempre.





Parecería que un buen cóctel de andrógenos y testosterona definen dos de las más apetecidas necesidades masculinas: sexo y agresión. El problema real aparece cuando dejamos que el instinto se desborde: en estos casos estamos frente a una enfermedad psicológica de control de impulsos. Uno de mis pacientes, golpeador crónico, relataba así su estado de ira incontrolable: "Cuando me enfurezco, es como si mi vida dependiera de ello... No puedo parar... Cuanto más golpeo y más grita la persona, más duro pego... En esos momentos no soy yo... 1-hay como otra personalidad en mí... Como un círculo vicioso del cual no puedo salir...Y cuando caigo en cuenta... ¡Dios mío!... No puedo creer lo que hice... Pero ya es tarde...". Un círculo mortal y una culpa tardía. El desubique es patente: con la fiereza necesaria para entrar en la peor de las batallas, pero sin batalla y frente a un contrincante indefenso.





En el mundo femenino la cosa suele ser más pacífica. Pese a que ellas también tienen testosterona, la cantidad de estrógeno (responsable de limitar la agresividad) y de progesterona (la hormona que asegura el cuidado y protección de las crías) es mucho mayor en la mujer. Es bueno señalar que estas diferencias hormonales, aunque distintivas, pueden invertirse si la situación lo exige.





Nunca he estado de acuerdo con el estereotipo de que las mujeres no saben conducir automóvil, porque muchas lo hacen mejor que cualquiera de nosotros. Pero debo reconocer que existe una extraña transformación en ciertas señoras choferes que circulan por las congestionadas vías. No sé si la testosterona se les incrementa o si aprovechan la situación para desquitarse de la opresión machista, pero algo les ocurre; además, cuanto más grande es el vehículo, peor. No me refiero solamente a esas disimuladas y casi imperceptibles gesticulaciones insultantes de las cuales he sido víctima en más de una ocasión, sino a la marcada intolerancia, las provocaciones amenazantes y la poca cortesía que acompaña su recorrido (por ejemplo, ceder el paso). En determinadas circunstancias, las mujeres más femeninas pueden llegar a ser tan bravas como el más bárbaro de los vikingos. Más aún, yo diría que en situaciones límites, cuando la vida personal o la de los seres queridos está en peligro (pensemos en una madre defendiendo a sus pequeños hijos), la diferenciación sexual se reduce prácticamente a cero. En estos casos no somos ni de Marte ni de Venus, sino terráqueos enardecidos.




Los datos antropológicos no parecen apoyar la idea de que la guerra necesariamente forme parte de la naturaleza humana del hombre. Algunos pueblos primitivos como los habitantes de las islas Andamán, cerca de India, los shoshoni de California y Nevada, los yahgan de Patagonia, los indios mission de California, los semai de Malasia y los tasaday de Filipinas, jamás hicieron ni conocen la guerra. Aunque nos cueste creerlo, nunca practicaron el homicidio intergrupal organizado. En otros casos, grupos altamente belicosos, como por ejemplo los indios pueblo del sudoeste de los Estados Unidos, al cabo de una o dos generaciones, sin que hayan podido mediar cambios genéticos, desarrollaron sólidos patrones de cooperativismo y pacifismo, totalmente opuestos a lo que eran. Si la naturaleza humana masculina fuera portadora de un germen batallador destructivo, el asesinato debería ser universalmente aceptado, y tal como lo demuestra la antropología y la psicología transcultural, la cosa no parece ser así. No obstante, en esto del batallar los estudios han encontrado una clara diferencia entre hombres y mujeres. Cuando la sociedad está dominada por hombres sin participación femenina de ningún tipo, las guerras pueden involucrar tranquilamente a personas de la misma etnia, parientes o vecinos: nadie se salva. Pero en las sociedades donde la supremacía no es totalmente masculina, y donde las mujeres tienen más injerencia a todo nivel (matrilineales), la guerra nunca envuelve a gente del mismo grupo racial y lingüístico: las mujeres cuidan más a los suyos.











Extracto tomado del libro:


Intimidades masculinas


Walter Riso


Imágenes tomadas de internet