Eran tiempos de exilio. Héctor Tizón andaba con la raíces al aire, y las raíces le ardían como nervios sin piel.
Alguien le había recomendado un psicoanálisis, pero el psicoanalista y él pasaban mudos la eternidad de cada sesión. El paciente, tumbado en el diván, no abría la boca, por ser de naturaleza enroscado y por creer que su biografía carecía de importancia. Y también estaba callado el terapeuta, y en blanco, siempre en blanco, estaban las páginas del cuaderno que yacía sobre sus rodillas. Al cabo de los cuarenta minutos, el psicoanalista suspiraba:
—Bueno. Ya es hora.
A Héctor le daba pena el buen hombre, y él mismo se daba pena: aquel tormento, peor que el exilio, le estaba destrozando los nervios, y encima pagaba por padecerlo.
Un buen día decidió que las cosas no podían seguir así. Desde entonces, a media mañana, mientras el tren lo llevaba desde Cercedilla hacia Madrid, Héctor iba inventando buenas historias para contar. Y apenas se echaba en el diván, se montaba en el arcoiris y disparaba cuentos de montañas embrujadas, héroes endiablados, sirenas que llaman a los hombres desde el fondo de los ríos y fantasmas que hacen casa en la alta niebla.
El psicoanalista tenía más ganas de aplaudirlo que de interpretarlo.
Tomado de:
Cuentos de Galeano en la Jornada
Eduardo Galeano
Fotografía de internet