jueves, 14 de noviembre de 2019

EL ANDANTE








En la frontera, en Rivera, lo conocí. El estaba llegando o estaba yéndose, que eso nunca se sabía. 





Tampoco se sabía la edad. Mientras nos bajábamos una botella de vino tinto, me confesó noventa años. Algún añito se sacaba, puede ser. Félix Peyrallo Carbajal no tenía documentos: ­Nunca tuve. Por no perderlos ­me dijo, mientras encendía un cigarrillo y echaba unos aritos de humo. 





Sin documentos, y sin más ropa que la que llevaba puesta, había andado de país en país, de pueblo en pueblo, todo a lo largo del siglo y todo a lo ancho del mundo. Don Félix iba dejando, a su paso, relojes de sol. Este raro uruguayo que no era jubilado ni quería serlo, vivía de eso: hacía cuadrantes, relojes sin máquinas, y los ofrecía a las plazas de los pueblos. No por medir el tiempo, costumbre que le parecía un agravio, sino por el puro gusto de revelar los movimientos de la tierra, que se menea como mujer, y por las ganas de adivinar los secretos del cielo. 





Allí, en Rivera, don Félix se estaba sintiendo muy bien, y eso lo tenía preocupado. Ya la tentación de quedarse le estaba dando la orden de irse: ­Lo nuevo, lo nuevo, lo nuevo! ­chilló, golpeteando la mesa con sus manos de niño. 





En esa ciudad, él estaba de paso. En todas partes estaba de paso. Don Félix siempre llegaba para partir. Venía de cien países y de doscientos relojes de sol, y se iba cuando se enamoraba, fugitivo del peligro de echar raíz en una mujer, en una casa o en una mesa de café. 





Para irse, prefería el amanecer. Cuando el sol estaba llegando, él se iba. No bien se abrían las puertas de la estación de autobuses o de trenes, don Félix echaba al mostrador los pocos billetes que había juntado, y mandaba: ­Hasta donde llegue. 














Tomado de:


Cuentos de Galeano en la Jornada


Eduardo Galeano


Fotografía de internet