Había un emir que era un buen vividor y apreciaba mucho el vino. Su morada era el refugio de los pobres y de los inconscientes. Su corazón encerraba, como el océano, perlas y oro.
En aquella época, que era la de Jesús, se permitía beber vino. Una noche, nuestro emir recibió la visita inesperada de otro emir cuyo carácter era muy semejante al suyo. Para que nada faltase a su alegría, se hicieron traer vino. Pero, como quedaba muy poco, el emir llamó a su esclavo y le pidió que fuese a buscar vino a casa de un sacerdote vecino suyo.
«Toma esta cántara, le dijo, y ve a llenarla de vino de ese sacerdote, pues su vino es puro. ¡En una sola gota de esa bebida, se encuentra un efecto que se buscaría inútilmente en un tonel de otro vino!».
El esclavo tomó, pues, una cántara y corrió al monasterio. Adquirió vino y pagó en moneda de oro. Dio guijarros y recibió joyas. ¡Pues el vino, que anima incluso los huesos, cambia, para el que lo bebe, el trono en un vulgar trozo de madera!
Así pues, provisto de su preciosa carga, el esclavo se volvió hacia el palacio de su amo. Pero, de pronto, apareció en su camino un asceta de aspecto triste. Su cuerpo estaba como consumido por el fuego de su corazón. Y sus duras pruebas lo habían marcado profundamente. Vivía noche y día en contacto con la tierra y con la sangre. Su paciencia y su lucidez no se apagaban sino pasada la medianoche. Este asceta preguntó al esclavo:
«¿Qué contiene esa cántara?
—¡Vino! respondió éste.
—¿Y para quién es ese vino? prosiguió el asceta.
—¡Para mi amo! respondió el esclavo.
—¿Cómo es posible buscar la verdad cuando se entrega uno a los placeres de la bebida? exclamó el asceta. ¿Se puede beber el vino de Satanás cuando la razón nos falla? La razón se dispersa sin que nos demos cuenta y conviene añadir razón a la misma razón. ¡Cuando uno se embriaga tan tontamente, se encuentra como el pájaro cogido en el cepo!».
Y, tomando una piedra, la lanzó contra la cántara, que se rompió. El esclavo huyó y fue a refugiarse en la casa de su amo. Éste le preguntó si había encontrado vino y el esclavo le contó lo que había sucedido. El emir entró entonces en una violenta cólera y pidió que se le indicara la casa de aquel asceta.
«¡Se ha ganado un buen estacazo! exclamó. ¡Qué especie de asno!
¿Qué podría saber él del orden de la sabiduría? ¡Habrá querido hacerse notar adquirir renombre por la hipocresía! ¡Cuando un loco se enreda en calumnias, el látigo es un excelente remedio para hacer salir a Satanás de su cabeza!».
Vociferando así, con su estaca en la mano el emir llegó, medio ebrio, a la casa del asceta, con la intención de matarlo. El asceta, asustado, se ocultó bajo unos fardos de lana. Al oír desde su escondite las imprecaciones del emir se dijo:
«¡Desde luego hace falta un gran valor para atreverse a decir a la gente la verdad en su cara! Sólo los espejos son capaces de ello. Hay que tener una cara tan dura como un espejo de metal para atreverse a decir a un hombre semejante: “¡Mira el horror de tu cara!”».
Finalmente, el emir acabó por encontrar al asceta y se dedicó a la tarea de molerlo a palos. Hizo tanto ruido que todo el barrio estuvo pronto sobresaltado. El asceta estaba magullado por todas partes.
¡Oh, emir! ¡Perdónalo! Este pobre asceta es un desdichado que ha soportado muchos sufrimientos. ¡Oh, queridos amigos! ¡Tened piedad de los que aman! Pues son como muertos en este mundo de muerte. También tú has roto muchas cántaras por ignorancia. Y tu corazón espera, sin embargo, el perdón. Entonces, perdona tú también si quieres ser perdonado.
El emir exclamó:
«¿Quién es él para haberse atrevido a romper esta cántara? Hasta el león me mira con temor. ¿Cómo ha tenido este asceta el atrevimiento de lastimar el corazón de mi esclavo y avergonzarme ante mi invitado? ¡Ha derramado un vino más precioso que la sangre y ahora intenta escapar como una mujer! Aunque fuera un pájaro, ni siquiera eso impediría que la flecha de mi cólera desgarrase sus alas. ¡Aunque se protegiese bajo toneladas de rocas, sería para mí un juego hacer estallar su refugio! ¡Mi intención es apalearlo de tal modo que eso sea una lección para todos los de su especie!».
Su cólera era tan viva que escupía fuego ebrio de sangre. Al oír estas amenazas, la gente se puso a interceder en favor del asceta. Besaron las manos y los pies del emir:
«¡Oh, emir! ¿Son dignas de ti tal cólera y tal rabia? Aunque tu vino haya sido derramado, ¿no quieres buscar la alegría sin el vino? La atracción que experimentas por esa bebida proviene de ti. Tu corpulencia y el color de tus mejillas hacen esclavos tuyos a todos los vinos y vuelven celosos a todos los bebedores. Nada tienes que hacer con un vino del color de las rosas. Porque tú mismo eres de ese color. ¡En realidad, el vino en su tonel se estremece de afecto por tus mejillas! Tú eres un océano. ¿Qué es una gota para ti? Tú eres la fuente de las alegrías y del placer. ¿Por qué tomarte ese trabajo por un poco de vino?».
«¡La joya es el hombre y los cielos no están hechos sino para él! Lo esencial es el hombre y todo lo demás no es más que detalle. No te mancilles, pues la razón, la idea y la previsión son esclavas tuyas. Toda criatura tiene por misión servirte. Puesto que tú eres la joya, no está bien que halagues tu montura. ¡Ay! ¡Tú buscas la ciencia en los libros y en el gusto de los dulces! Pero tú eres un océano de ciencia oculto en una gota. Todo el universo está escondido en tu cuerpo. Pues, ¿qué es el vino, el sama (danza de los derviches) o la fornicación, para que tú esperes encontrar en eso placer o utilidad? ¿Cómo podría tomar el sol algo de las chispas? Tú eres un alma libre pero, ¡ay!, te has convertido en prisionero de las condiciones. ¡Apiadémonos del sol enredado en sus ataduras!».
El emir respondió:
«¡No! El vino es mi pasión y no puedo contentarme con vuestros placeres inocentes. Querría ser como el jazmín que se estremece al viento. Querría liberarme de toda esperanza y de todo temor. Querría ser como el sauce que se derrama por todos lados. Querría jugar con el viento, como hacen sus ramas».
150 Cuentos sufíes
Maulana Jalāl al-Dīn Rūmī
Fotografía tomada de internet