(Albert Einstein)
Un relato tradicional de Oriente señala las limitaciones del lenguaje para definir la realidad, motivo por el que muchos genios se entregan a un silencio que contiene, como embriones, todas las respuestas.
Cuenta que dos monjes paseaban por el jardín de su monasterio, conversando sobre asuntos intrascendentales, cuando uno de ellos paró el pie un segundo antes de aplastar a un hermoso caracol que cruzaba por el húmedo sendero. Con delicada precisión tomó al desorientado animalito entre el pulgar y el índice y lo miró tiernamente. El monje se sentía feliz de no haber interrumpido el ciclo de vida y muerte de ese pequeño destino. Delicadamente, lo colocó encima de una fresca lechuga.
Sonriente, miró a su compañero buscando su complacencia, pero se encontró un rostro frío que arqueaba una ceja.
—¡Inconsciente! —le recriminó este—. Ahora, salvando a ese insignificante caracol, pones en peligro el huerto de lechugas que nuestro jardinero cultiva con tanto esmero.
Ambos monjes discutieron acaloradamente bajo la mirada curiosa de otro que se acercó a arbitrar la disputa. Como no conseguían ponerse de acuerdo, este último propuso contar lo sucedido al gran sacerdote. Él sería lo bastante sabio para decidir cuál de los dos tenía razón.
Se dirigieron, pues, los tres a ver al anciano, y el primer monje expuso el caso.
—Has hecho bien. Era lo que convenía hacer —contestó el sacerdote.
El segundo monje dio un brinco.
—¿Cómo? —exclamó—. ¿Salvar a un devorador de ensaladas?¿Eso es lo que convenía hacer? Deberíamos haber proseguido nuestro camino sin importarnos si aplastábamos aquel minúsculo caracol. Eso habría protegido el trabajo del jardinero, gracias al cual tenemos todos los días buenos alimentos para comer.
El gran sacerdote escuchó, movió pensativo la cabeza y dijo:
—Es verdad. Es lo que convendría haber hecho. Tienes razón.
El tercer monje, que había permanecido en silencio hasta entonces, se adelantó.
—Pero ¡si sus puntos de vista son diametralmente opuestos! —dijo—. ¿Cómo pueden tener razón los dos?
El gran sacerdote miró largamente al tercer interlocutor.
Reflexionó, movió la cabeza y con una cálida sonrisa en su rostro sentenció:
—Es verdad. También tú tienes razón.
Tomado del libro:
Einstein para despistados
Allan Percy
Fotografía de Internet