Había una vez un hombre rico, llamado Heizayemon, que se esforzaba por alcanzar en su vida las virtudes recomendadas por los antiguos sabios.
Como hombre serio y estudioso, Hei-zayemon solía gastar con liberalidad parte de su riqueza en actos de benevolencia, de caridad y de ayuda a los pobres.
Muchos niños de familias menesterosas eran rescatados gracias a su intervención, y personalmente financiaba la construcción de numerosos puentes y caminos en su provincia para beneficio de la gente.
Cuando murió, Hei-zayemon estipuló en su testamento que su legado fuera utilizado para continuar obras de beneficencia generación tras generación, lo cual fue cumplido por sus hijos y por sus nietos.
Se dice que un día apareció en la puerta de Hei-zayemon cierto monje budista. Parece que este religioso había oído hablar de la generosa y abundante magnanimidad de este hombre, inhabitual entre los ricos de aquella época, y había ido para pedirle dinero con el objeto de construir la puerta de un templo.
El filántropo se rió en la cara del monje y le dijo: «Yo ayudo a la gente porque no puedo soportar verla sufrir. ¿Qué tiene de malo un templo sin puerta?»
Extracto del libro:
Antología Zen
Cien historias de iluminación
Versión de Thomas Cleary
Fotografías tomadas de Internet