Había una vez un anciano que solía gestionar una sala flotante de té al aire libre en los bellos parajes de los alrededores de Kioto, antigua capital imperial de Japón.
En primavera buscaba los lugares en los que las flores eran más hermosas, y en otoño encontraba zonas en las que había el mejor follaje; allí sacaba sus útiles de té y colocaba asientos para esperar a los excursionistas que disfrutaban de las vistas.
Los estetas de Kioto estaban encantados y solían reunirse donde montaba la tetería. No pasó mucho tiempo antes de que el Viejo Vendedor de Tés llegara a ser muy conocido en la capital.
Pocas personas sabían que el anciano era un Maestro zen de incógnito. Estudiante de zen desde su infancia, había visitado instructores budistas a lo largo de todo el país. Permanentemente de viaje, carecía de propiedades materiales y se dedicaba por completo al estudio del budismo.
Después de alcanzar el despertar zen, había hecho el compromiso de estudiar y autoperfeccionarse para siempre, con el objeto de evitar desviarse del sendero hacia la total iluminación por asumir prematuramente una condición de autoridad.
Tras sus amplios viajes, el Maestro regresaba a su lugar de origen para ayudar a su primer instructor de zen. Cuando éste murió, el Maestro nombró a uno de sus discípulos para heredar la abadía.
El mismo desapareció y fue a Kioto, dejando tras sí para siempre el cargo monástico. En aquel momento dijo: «El que sean correctos los propios medios de vida es una cuestión de espíritu, no de apariencias. No quiero aprovecharme del hábito de monje para vivir a costa de las limosnas de los demás.»
Así, empezó a vender tés para mantenerse.
Solía decir bromeando a la gente: «Soy pobre y carezco de medios para comer carne. Soy viejo y no puedo satisfacer a una esposa. La manera de vivir de un vendedor de tés es adecuada para mí.»
Más adelante, el Maestro quemó todos sus útiles de té y se retiró.
Finalmente, murió en una ermita en el año 1763, a la edad de ochenta y nueve años.
Cuando instalaba la tetería, el anciano solía colgar el siguiente cartel:
«El precio del té es cuanto me dés, desde cien libras de oro hasta medio céntimo. Puedes incluso beber gratis si quieres; pero no te puedo hacer una oferta mejor que ésta.»
Cuando al final quemó sus utensilios y se retiró, éstas fueron sus palabras a su canasta de acarreo:
«Siempre he estado solo y he sido pobre, sin un pedazo de tierra ni una azada. Me has ayudado durante muchos años, acompañándome a las montañas de primavera y a los ríos de otoño, vendiendo tés bajo los pinos y a la sombra de los cañaverales de bambú. Así pues, no me ha faltado dinero para comer y he pasado de los ochenta años.
»Pero ahora soy tan viejo que no tengo la fuerza para utilizarte más. Ocultando mi cuerpo en la Estrella Polar, estoy a punto de acabar mis días. Por miedo a que seas deshonrada en el futuro por manos mundanas, te recompenso con el Trance del Fuego: transfórmate ahora en medio de las llamas.
»;Cómo podemos expresar esta transformación?
Consumido el fuego, despejada la eternidad, todo queda consumado; pero las montañas verdes están ahí como siempre en medio de las blancas nubes. Ahora te confío al espíritu del fuego.»
Extracto del libro:
Antología Zen
Cien historias de iluminación
Versión de Thomas Cleary
Fotografías tomadas de Internet