Uno de los requisitos fundamentales de la orden religiosa de cierto monasterio es que los jóvenes deben mantener un estricto silencio como forma de disciplinar el espíritu. La oportunidad de hablar está programada una vez cada dos años, momento en el que se les permite expresar tan solo una frase.
Un joven iniciado en dicha orden, y que había completado ya sus dos primeros años de formación, fue invitado por el superior a que pronunciara sus primeras palabras de presentación. «La comida es terrible», dijo. Dos años más tarde, fue una vez más conminado a hablar, y el joven utilizó esta vez su potestad para exclamar: «¡La cama abultada!». Al llegar a la oficina del superior de la orden dos años después, le espetó: «Me rindo». El superior le dijo: «Sabes, no me sorprende ni un poco. Todo lo que has hecho desde que llegaste es quejarte, quejarte y quejarte».
(Anónimo).
Si dispusiéramos de una especie de contador interno capaz de estipular, con precisión matemática y al término de cada día, el número de veces que expresamos una queja, nos sorprenderíamos. No somos conscientes, pero protestamos tan a menudo y ante tan pequeñas y absurdas contingencias que nuestros días se van a la cama cargados de negatividad, y nosotros, es evidente, con ellos.
¿Repasamos juntos la retahíla? Madrugar, la primera queja. El café demasiado caliente en el desayuno, el siguiente lamento. El tráfico, evidentemente, motivo de protesta universal. Un trabajo que no gusta (nueva queja). Al llegar a él, tratar con un jefe impredecible o huraño o unos compañeros maniáticos o cargantes (más lamentos). Las noticias, que nos enojan; las facturas, que nos desazonan… y si no tenemos motivo de queja por nada de lo anterior, siempre nos quedará un clima de mil demonios, en el que a nuestro parecer siempre hará demasiado calor o excesivo frío, o lloverá (y es una lástima), o no lo hará (y es un desastre…).
La queja debilita y, cuando damos refugio a la amargura y hacemos puerto en ella con lamentos, llantos y desesperanzas, el desánimo nos come y la felicidad (yo haría lo mismo en dicho trance) busca otro lugar un poco más amable donde atracar.
Hay gente que nunca alcanzará un mínimo de contento en sus vidas porque se quejan despiertos y cuando duermen sueñan con aquello de lo que se lamentarán mañana… y así, qué quieres que te diga: es imposible. De hecho, conozco personas que solo se sienten vivas cuando hablan sobre sus problemas (seguro que tú también conoces a más de una). En fin, que hay quienes eligen vivir quejándose, mientras otros optan, simplemente, por vivir.
Hay una manera sencilla de entrenarnos para afrontar la adversidad: trabajar con quejas pequeñas. Por ejemplo, si quedamos atrapados sin remedio en el asiento del medio del avión (cuestión que a nadie le entusiasma), es muy tentador pensar, de manera inmediata, en nuestra maldita mala suerte y acabar torturados, frustrados e incómodos durante las siguientes horas de viaje.
Es decir, optamos por sentirnos bien, pero por el hecho de sentirnos agraviados. A eso se le llama «quedar enganchado».
«Estar enganchado» implica que algo que provoca en nosotros una respuesta airada no queremos dejarlo ir. Sabemos que las consecuencias de nuestro enfado no van a ser buenas, pero no podemos resistirnos al enojo y a la réplica furiosa. ¿Solución? Darse cuenta de que uno mismo posee el control sobre sus emociones y que, por tanto, las reacciones a tales emociones también están dentro de nuestro ámbito de dominio y responsabilidad. Tú mandas, por decirlo de manera más rotunda. Y como tienes el control, desengánchate, no te ofusques, y cada vez que ocurra algo que te encrespe, déjalo estar. Invoca la calma.
Reflexión final: «Nacemos llorando, vivimos quejándonos y morimos desilusionados» (Thomas Fuller, historiador y capellán del rey de Inglaterra).
Extracto del libro:
Frases para cambiar tu vida
Ignacio Novo
Fotografía de internet