El autoconocimiento consiste, sobre todo, en ocuparme de trabajar sobre mí para llegar a descubrir —más que construir— quién soy, tener claro cuáles son mis fortalezas y cuáles mis debilidades, qué es lo que me gusta y qué es lo que no me gusta, qué es lo que quiero y qué es lo que no quiero.
El “conócete a ti mismo” es uno de los planteos más clásicos y arquetípicos de los pensadores de todos los tiempos. El asunto —de por sí desafiante— es en verdad muy difícil, y está en el origen de una gran cantidad de planteos filosóficos, existenciales, mora-les, éticos, antropológicos, psicológicos, etc.
Tomar conciencia de quién soy es, para mí, el resultado de una desprejuiciada mirada activamente dirigida hacia adentro para poder reconocerme.
Este reconocimiento de quién soy adquiere aquí el sentido de saberse uno mismo, no el de las cosas que pienso o creo que soy.
Porque hay una diferencia importante entre creer y saber.
Pensemos. Si digo: “Yo creo que mañana vuelvo a Buenos Aires”, necesariamente estoy admitiendo que pueden pasar cosas en el medio, que acaso algo me lo impida. Pero si digo: “Yo sé que mañana va a salir el sol”, tengo certeza de que va a ser así. Aunque el día amanezca nublado, mañana va a salir el sol. Lo sé.
Siempre que digo “sé” estoy hablando de una convicción que no requiere prueba ni demostración.
Cuando digo “creo” apuesto con firmeza a eso que creo.
En cambio, cuando digo “sé”, no hay apuesta.
Claro, uno puede saber y puede equivocarse, puede darse cuenta que no sabía, que creía que sabía y aseguraba que era así con la firmeza y la convicción para decir “sé” y descubrir más tarde el error cometido. No hay contradicción; cuando yo hablo de “saber” me refiero a esa convicción, no al acierto de la aseveración.
El autoconocimiento es la convicción de saber que uno es como es.
Y como dije, esto implica mucho trabajo personal con uno mismo.
¿Cuánto? Depende de las personas, pero de todos modos, siempre estamos sabiéndonos un poco más.
A mí me llevó mucho tiempo y mucho trabajo empezar a saber quién era (debe ser por la gran superficie
corporal para recorrer...). Otros lo hacen más rápido. Pero no es algo que se haga en una semana.
Hay que trabajar con uno.
Hay que observarse mucho.
Evidentemente, esto no quiere decir que haya que mirarse todo el tiempo, pero sí mirarse en soledad y en
interacción, en el despertar de cada día y en el momento de cerrar los ojos cada noche, en los momentos más
difíciles y en los más sencillos.
Mirar lo mejor y lo peor de mí mismo.
Mirarme cuando me miro y ver cómo soy a los ojos de otros que también me miran.
Mirarme en la relación con los demás y en la manera de relacionarme conmigo mismo.
Misteriosamente, para saber quién soy, hace falta poder escuchar.
Uno puede mirarse las manos, el dorso y el anverso; uno puede, con un poco de esfuerzo, mirarse los codos
o los talones; algunos la planta del pie. Pero hay partes de uno que nos definen, como por ejemplo la cara,
que nunca podremos ver a ojo desnudo. Para verla necesitamos un espejo, y el espejo de lo que somos es el
otro, el espejo es el vínculo con los demás.
Cuanto más cercano y comprometido es el vínculo, más agudo, cruel y detallista el espejo.
Del libro:
El Camino de la Auto-Dependencia
Jorge Bucay