En lugar de permitir que la negatividad se lleve lo mejor de nosotros, podemos reconocer que en este mismo momento estamos por los suelos y no ser quisquillosos a la hora de echar un vistazo a lo que pasa. Es lo más compasivo y lo más valiente que podemos hacer. Podemos oler nuestra porquería, sentirla; ¿qué textura, qué color y qué forma tiene?
Podemos explorar la naturaleza de la porquería; podemos conocer la naturaleza del disgusto, de la vergüenza, del azoramiento y no creer que haya nada malo en ellos. Podemos abandonar la esperanza fundamental de que hay otro «yo» mejor dentro de nosotros que emergerá algún día. No podemos saltar por encima de nosotros mismos como si no estuviéramos allí.
Es mejor echar una mirada directamente a todas nuestras esperanzas y miedos básicos. Entonces surge una especie de confianza en nuestra cordura fundamental.
Y aquí es donde la renuncia entra en escena: renuncia a la esperanza de que nuestra experiencia podría ser diferente y renuncia a la esperanza de que podríamos ser mejores. Las reglas monásticas budistas que aconsejan renunciar al licor, al sexo, etc., no señalan que dichas cosas sean malas o inmorales, sino que las usamos como niñeras. Las empleamos como una forma de escapar; las empleamos para sentirnos cómodos y distraernos. El verdadero objeto al que renunciamos es la tenaz esperanza de que se nos puede salvar de ser quienes somos. La renuncia es una enseñanza que nos inspira a investigar lo que está ocurriendo cada vez que nos aferramos a algo porque no podemos soportar enfrentar lo que viene hacia nosotros.
Extracto del libro:
Cuando Todo Se Derrumba
Pema Chödron