Hay relaciones donde uno practica la autonomía extrema y el otro el máximo amor adictivo. Ambos sufren: uno porque se siente asfixiado y el otro porque se siente a punto de ser abandonado. Pero más allá de estos casos extremos, las parejas sanas y funcionales suelen acomodarse tratando de que la diferencia entre ellos sea lo más llevadera posible. ¿El método de calibración? Desapegarse un poco y distribuir mejor el poder. No es una revolución ni una gesta por la libertad total y definitiva, sino una forma amable de compartir y negociar las respectivas adicciones.
Cuando hablo de «desapego» no me refiero a dejar de amar o despreocuparse irresponsablemente del otro, hablo de un amor más tranquilo y libre de opresión. Es decir, amar con independencia (poder hacer un uso adecuado del tiempo personal), de una manera no posesiva (nadie le pertenece a nadie) y sin la necesidad imperiosa del otro (manejar la soledad y tener actividades sin la presencia de la pareja). Si eres capaz de decidir sobre tus tiempos, no sentirte «de nadie» y poder andar a solas por la vida, has entrado en el terreno de un amor maduro.
No soy idealista en este sentido, y tengo claro que nunca he visto un Buda en pareja; por lo tanto, sin llegar a los extremos de buscar la «impermanencia afectiva» o de percibir en la propia pareja a «todas las personas del mundo» (amor sin motivo o incondicional), propongo algo menos universal y más localizado: ser «similarmente dependientes » e ir trabajando juntos un desapego personalizado. En otras palabras: en función de cada estilo afectivo particular, sacudirse un poco de la apetencia amorosa que nos quita el sueño.
Extracto del libro:
Manual Para No Morir de Amor
Walter Riso