Érase una vez un apacible jumento de Poitou (antigua provincia de Francia) al que unas circunstancias fortuitas llevaron allende los mares. El barco en el que había embarcado en compañía de treinta de sus congéneres, ochenta vacas y terneros y muchos corderos, gallos y gallinas, naufragó en el océano Pacífico. El azar de las corrientes lo arrojó medio muerto a la costa de China. Allí tuvo que sobrevivir según la hierba y los meandros de los ríos. Así es como un año después de la catástrofe pacía tranquilamente en el corazón del bosque de Tian.
Los habitantes corrientes del bosque, el mono, el zorro y Su Señoría el tigre, nunca habían visto un animal semejante. El mono fue el primero que lo observó desde lo alto de un árbol:
-Se parece al caballo-dijo a sus compañeros-, pero es más pequeño, más peludo. Sus orejas son grandes y la cola, delgada como un látigo, termina en un mechón de pelo.
-Y ¿qué hace?
-Pace (comer hierba), pace infatigablemente.
-¿Tiene intenciones belicosas? -preguntó el zorro, siempre prudente.
-Por lo que a mí respecta, no les temo mucho a los comedores de hierba -declaró Su Señoría el tigre-, y, encogiéndose dcsdeñosamente de hombros, volvió a acostarse.
-Es decir ... -dijo el mono, vacilando-, me acerqué a ese animal extraño y lo observé, oculto entre el follaje espeso de un alcanforero; de pronto levantó bruscamente la cabeza hacia el cielo y lanzó un grito ensordecedor, horrible, espantoso. Me marché lo más deprisa que pude, y aquí estoy... ---concluyó tristemente.
-Hum ... -dijo el zorro-, voy a deslizarme entre la hierba y voy a ver eso más de cerca. ¿ Vendréis conmigo, Señor? -preguntó educadamente al Señor tigre.
-Uf... -hizo éste, jugando con sus temibles garras. El zorro se acercó al lugar en el que el burro seguía paciendo. Al oír el ruido ligero que hizo, el asno levantó la cabeza y, por si acaso, lanzó un rebuzno estruendoso. El zorro, enloquecido, que nunca había oído un ruido tan estrepitoso, puso pies en polvorosa.
Presentó su informe a Su Señoría el tigre.
-¡Bueno -dijo el felino-, tendré que ir a verlo por mí mismo!
Y se levantó perezosamente, pues la noche anterior había cenado muy bien comiéndose un gordo antílope. Se dirigió al prado, donde el asno, que no sospechaba nada, pacía con toda tranquilidad, eligiendo aquí y allá las hierbas que deleitaban su paladar y añadiendo de vez en cuando algún cardo bien espinoso a modo de delicada especia.
El tigre avanzaba ágilmente. Cuando estuvo muy cerca, el asno detectó una presencia insólita entre la espesura y lanzó un rebuzno de advertencia. Al oír el formidable ruido, el tigre dio un paso atrás. Pero se serenó. -Soy el tigre, el Señor de este lugar -se dijo animándose, y se acercó de nuevo, con zancadas prudentes. Entonces el asno, con los flancos hundidos para expulsar mejor el aire, la cabeza levantada hacia el cielo, los ollares dilatados, la cola recta y las orejas muy erguidas, lanzó tres veces seguidas un rebuzno ensordecedor, fenomenal, audible a kilómetros de distancia: «¡HI HA, HI HA, HI HA ... !»
El tigre, esta vez, sintió realmente miedo. Va a devorarme -se dijo y, sin ninguna vergüenza, huyó hacia su cubil.
Casi había llegado a su casa cuando un resto de orgullo le cruzó el lomo:
-Voy a enfrentarme con ese monstruo -gruño entré su mostacho-. Se lo debo a mis gloriosos antepasados. Y, aunque tenga que perecer, no faltaré a mi honor.
Armado de un noble valor, Su Señoría el tigre volvió al prado, donde el asno de Poitou pacía apaciblemente. El felino se instaló en la linde del bosque y, bien disimulado, esperó. El extraño animal seguía paciendo. De vez en cuando, ya fuera porque hubiera detectado una presencia desconocida, o para distraerse, o para aclararse la garganta, lanzaba hacia las nubes su rebuzno sonoro. El tigre, poco a poco, se iba acostumbrando a aquel ruido asombroso, al que no seguía ningún efecto. Y las horas del día pasaron. El asno pacía, el tigre estaba al acecho. Ya casi era de noche cuando el Señor de la selva se atrevió a acercarse. El asno emitió un rebuzno indignado, que llenó de miedo a los animales del bosque. El tigre dio un paso atrás, y de nuevo avanzó. El jumento importunado dio una coz, que el tigre evitó fácilmente. El manejo se repitió varias veces. El tigre se acercaba, el asno daba una coz en el vacío.
-Bueno -se dijo el tigre, que iba tranquilizándose progresivamente-, este curioso animal no es peligroso. Posee el trueno en su gaznate, pero esto es todo lo que sabe hacer.
Y el miedo se le fue.
El Zen nos enseña a ver la realidad, sin apriorismos, sin deformarla, sin proyectar en ella nuestros fantasmas, nos enseña a «acogerla» tal como es. Este es el camino del Despertar.
Extraído de:
La Grulla Cenicienta
Los más bellos cuentos zen
Henry Brunel