Algunos podemos aceptar a los demás, estén donde estén, con mucha más facilidad de lo que nos aceptamos a nosotros mismos. Sentimos que la compasión está reservada para los demás y nunca se nos ocurre sentirla por nosotros mismos.
Mi experiencia me enseña que cuando practicamos sin tomárnoslo como un deber, vamos descubriendo gradualmente nuestro despertar y nuestra confianza. Gradualmente, sin programa previo excepto el de ser honestos y bondadosos, asumimos la responsabilidad de estar aquí, en este mundo impredecible, en este momento único, en este precioso cuerpo humano.
Por fin llegué a ese momento en el que estaba preparada para ralentizar el impulso habitual de mi mente y dejar de ser tan predecible. Empecé por dejar de actuar de la manera habitual. Me resultó difícil porque sentía muchas ganas de resolver el problema; era la sensación que Trungpa Rinpoche llamaba «nostalgia del samsara». Pero mi curiosidad respecto a las enseñanzas era mayor que mi anhelo de hacer lo que siempre había hecho. Estaba entrando en tierra de nadie y me sentía temblorosa. Era una situación real, no una elevada teoría que hubiera leído en algún libro. No sabía qué pasaría a continuación, pero cualquier cosa era preferible a reaccionar como siempre lo había hecho.
Cada acto cuenta. Cada pensamiento y emoción también cuentan. Éste es el único camino que tenemos. Aquí es donde hemos de aplicar las enseñanzas y donde llegamos a entender por qué meditamos. Sólo vamos a estar aquí un breve espacio de tiempo. Aunque vivamos hasta los 108 años, nuestra vida será demasiado breve para ser testigos de todas sus maravillas. El dharma es cada acto, cada pensamiento, cada palabra que pronunciamos.
¿Estamos dispuestos a darnos cuenta cada vez que nos descentramos y a hacerlo sin avergonzarnos? ¿Aspiramos al menos a no considerarnos un problema, sino seres humanos muy típicos que en este mismo momento pueden tomarse un descanso y dejar de ser tan predecibles?
Según mi experiencia, así es como nuestros pensamientos empiezan a ralentizarse. Mágicamente, de repente parece que hay mucho más espacio para respirar, mucho más espacio para bailar y mucha más felicidad.
El dharma puede curar nuestras heridas, antiguas heridas procedentes no del pecado original, sino de un malentendido tan antiguo que ya ni podemos verlo. La instrucción es relacionarnos compasivamente con nosotros mismos aceptando el lugar donde nos encontramos, y empezar a considerar que nuestra situación es trabajable. Estamos pillados en el hábito de aferrarnos a las cosas y fijarlas, que hace que tengamos la misma reacción una y otra vez; así es como proyectamos nuestro mundo. Cuando vemos este mecanismo, aunque sólo sea un segundo cada tres semanas, podemos pillarle rápidamente el truco a este proceso de solidificar las cosas y podemos detener nuestro mundo claustrofóbico, dejando en el suelo el equipaje que acarreamos desde siglos y entrando en un nuevo territorio.
Si preguntas cómo hacerlo, la respuesta es simple. Haz del dharma algo personal, explóralo de todo corazón y relájate.
Extracto del libro:
Cuando Todo Se Derrumba
Pema Chödron
Fotografía de Internet